domingo, 5 de diciembre de 2010

TÍA MERCEDES

A PROPÓSITO...
Por Fernando Ferreira Azcona

Si la memoria no me traiciona, la fecha era 23 de Diciembre de 1955. Todavía duraba la parafernalia de la “Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre”, monstruosidad con la que Rafael Leónidas Trujillo Molina celebraba el 25° aniversario de su ascenso al poder y que de tanto boato, dejó maltrechas las finanzas del Estado. Yo era un niño de apenas nueve años de edad, y aunque estas festividades no llegaban al Mao de ayer, la recuerdo perfectamente.

En la fecha antes citada, mi hermano Fausto y yo, como de costumbre, a lomo de caballo, nos trasladamos a El Rubio, a pasar las vacaciones navideñas. No sé por qué razón, esa vez sólo fuimos Fausto y yo. Quizás, porque Fausto era muy apegado a Papánino, y en un artículo anterior, ya narré el amor entrañable que nos profesábamos Mamacía y yo.

Tampoco conozco la razón por la cual, Papánino no fue a buscarnos, aunque ahora podría deducirla, sino que delegó esa responsabilidad en un compadre suyo muy querido.

Salimos de Mao, de madrugada. Cruzamos el Río antes del amanecer y en el trayecto escuchamos las rancheras y merengues típicos a que estábamos acostumbrados. Nos comimos la alforja en el lugar de siempre, en La Leonor. Pasamos alrededor del Charco del Recodo, famoso por sus terribles y peligrosos remolinos. En fin, fue un viaje rutinario. Sin anomalías, bajo un sol calcinante. Llegamos a El Rubio alrededor de las 11:00 de la mañana.

Cuando llegamos al portón de la casa de nuestros abuelos, totalmente ajenos a lo que había pasado, la persona adulta que nos acompañó en el viaje, nos dijo “desde aquí ustedes llegan solos. Yo voy a llegar a mi casa”. Le respondimos que sí, y le dimos las gracias por habernos acompañado y llevado a El Rubio.

Pero, ¿Cuál no sería nuestra sorpresa al llegar a la casa de nuestros abuelos? La misma estaba herméticamente cerrada y en todo su alrededor no había un alma a quien acudir. Fausto y yo nos cansamos de vocear llamando familiares y nadie respondía. Decidimos que uno de los dos fuera a la casa de mi padrino Federico, que vivía relativamente cerca. La casa también estaba cerrada y nadie acudió al llamado de nuestra voz.

Todavía, nosotros, niños al fin, no nos imaginábamos que nada malo había ocurrido. En eso, pasó alguien conocido, quien después de saludarnos nos preguntó: “¿Ustedes vienen al entierro de la difunta Mercedes? ¿Cómo se enteraron tan pronto?” Y siguió su marcha hacia el velatorio. Fausto y yo nos quedamos en shock.

Tía Mercedes, era la esposa de nuestro Tío Antonio Azcona, y efectivamente, había fallecido esa madrugada a causa de un ataque de eclampsia, durante el proceso de parto. Ambos vivían como a un kilómetro de distancia de nuestros abuelos maternos.

Fausto, que siempre ha sido muy maduro y muy responsable, me dijo: “no podemos dejar este caballo cargado todo el día, ni podemos ir los dos a buscar quien lo descargue”. “Tienes que escoger, entre quedarte aquí o ir a buscar ayuda donde Tío Antonio para que vengan a descargar el caballo”.
Desde que se mencionó la palabra muerte, a mí, “se me metió el pendejo”, y tenía la disyuntiva de quedarme sólo en la casa, que tenía un cafetal “muy lúgubre” a un costado, o ir a la casa de Tío Antonio, en cuyo trayecto había que cruzar una cañada muy oscura, a causa de la exuberante vegetación, que no permitía el paso de los rayos del sol.

Me armé de valor y escogí ir a buscar ayuda. Crucé la “famosa” cañada como alma que lleva el diablo y llegué jadeante a la casa de nuestro Tío Antonio, cuyo patio e interior estaban repletos de gente. Entre la multitud, alcancé a distinguir a nuestro Tío Eduardo, quien al verme, salió a mi encuentro. Me abrazó, y sumido en llanto, me dijo: “¿Qué dirá la Comadre Nena cuando se entere de esto?” Mi Madre y Tía Mercedes eran, más que amigas entrañables, eran como hermanas gemelas. Además, era la primera vez que yo veía a un hombre llorar. Así, que ante un panorama tan fuerte, sencillamente… enmudecí.

Tío Eduardo me llevó a la sala de la humilde casita y allí estaba el cadáver de Tía Mercedes. ¡Me quedé petrificado! ¡Fue en ese momento que me percaté de la belleza de su rostro! ¡Su rostro pálido es lo más parecido a la Virgen María que he visto en vida! Desde entonces, han transcurrido cincuenta y cinco años y jamás me he olvidado de una belleza tan sublime. Podría describirla con lujos de detalle: su nariz perfilada, su lacia y castaña cabellera, su tez blanca, esta vez alabastrina, boca pequeña… Sólo faltaba su amplia, bella y amorosa sonrisa.

Tía Mercedes era la dulzura, la delicadeza, el amor hecho mujer. He llegado a la conclusión que estas características eran tan sobresalientes en ella, que opacaban su delicada belleza virginal. No es de extrañarse que Tío Antonio no se volviera a casar jamás. A pesar de ser un hombre joven, se dedicó a honrar el amor y el recuerdo de su amada esposa, y a criar con esmero a sus hijos.

Se iba temprano para el conuco y cuando regresaba a almorzar, siempre encontraba a sus hijos bañados y con ropa limpia. Un día, felicitó a Fifina (Josefina), su hija mayor, que la sazón era una niña de unos diez años, por su dedicación y esmero para con sus demás hermanos, y ésta le contestó: “Papá, todos los días viene una mujer muy bella, vestida de blanco y me ayuda a bañar y a cambiar de ropa a mis hermanos. Tan pronto como terminamos, la señora me dice adiós y se va…”

El día siguiente a los funerales de Tía Mercedes, era Nochebuena. En casa de mis abuelos maternos, y en las casas de todas las ramificaciones de la familia Azcona Azcona, ni siquiera se hizo cena pascual. Son las navidades más tristes que he pasado en mi vida.

2 comentarios:

  1. Cabezón: Ud no sabe lo que me divierto con sus narrativas familiares porque en ella deposita su sinceridad y goza al recordar aquellos tiempos donde las pezuñas no podian sustituirse por las gomas,cosa esta que lo llena de orgullo el haber superado esa etapa y al mismo tiempo da muestra de su humildad traspasada de sus ancestros.
    Viví un momento de emoción al leer la carta y comentarios a Don Fello y me dí cuenta lo grande que se puede ser cuando se vive con humildad,cuantas historias donde su bondad hace olvidar la pena de haberlo perdido sino que se fue a un sitio que si imitamos su actuación podríamos juntarnos con él. Son seres que no vale la pena llorar sino recordarlo con risas,porque seguro él está gozando al verlos a uds. reir.

    Dios les bediga

    Manito

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  2. Soy nieto de la mensionada Mercedes , le agradezco que compartiera su experiencia , con esta abuela a quien no tuve el placer de conocer , sin embargo , usted pareciera describir a mi madre al referirse a su dulzura y belleza ...

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