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miércoles, 6 de julio de 2011
JUANA PERALTA Y MAO EN EL RECUERDO
Manuel Mora Serrano
Escritor de gran prestigio nacional
El lunes 4 de julio recibí la noticia de la muerte de la Dra. Juana Peralta en Santiago y que sería llevada a Mao. No tenía tiempo de salir desde Santo Domingo y llegar a compartir con los familiares mi duelo personal y mi tristeza por aquella mujer extraordinaria.
Para las actuales generaciones de maeños su nombre no debe significar lo que tenía de esplendor sólo nombrarla en los años cincuentinueve y sesenta cuando estaba en la plenitud de su magisterio y de su encanto personal.
Estos Peralta habían venido desde Piloto donde tenían feraces tierras desde los días que un mago belga, Monsieur Louis Bogaert, llevó las aguas cristalinas de los ríos aledaños a las sabanas sedientas y convirtió en riquezas las asperidades de tunas y cambronales en dorados campos arroceros.
Juana, que parecía indú, una auténtica criolla color canela, graduada de médico se fue a hacer especialidad en Canada de ginecología. De allá llegó a la casona en el corazón de la ciudad que ella mantuvo sin pintar con todo su esplendor, y entregó sus conocimientos generosamente, primero en la Clínica Dr. Moya de su compañero de estudios en Santo Domingo, Samuel de Moya Inoa, y después desde su casa o yendo a asistir alguna parturienta sin importar quién o qué, por pura vocación humanitaria.
A la Dra. Peralta le gustaba la música clásica. Llegar a su casa era un ritual que mantuve mientras disfruté mi juventud poética en aquella inolvidable ciudad provincial.
No era frecuente y no lo es todavía, que en nuestros pueblos escuchemos a Beethoven o a Mozart cotidianamente. Recuerdo que en las casas donde no teníamos consolas para disfrutar estos manjares de la cultura universal, esperábamos las semanas santas para escuchar a nuestros compositores favoritos.
Un compañero de estudios mío me preguntó seriamente intrigado en el Club de Pimentel, mi pueblo, si era “una pose para que dijeran que éramos cultos”, a los que oíamos los discos de 78 con piezas de Chopin y Liszt, principalmente, porque para él esa música era aburrida y de “muertos”.
Yo disfruté, lo repito, mi juventud en Mao. Allí amé y tuve amores. Tenía 26 años y en aquel Mao señorial, de vida tranquila patriarcal, donde don Juan de Jesús Reyes me recibía para pasarnos horas hablando de poesía y don Parmenio, su hijo, me acusaba de haber dañado la oratoria por haberla mechado de versos, precisamente de su padre, le decía yo, después de los encuentros con los amigos en El Cidra, El Colón y naturalmente, en El Samoa Bar que era en ese tiempo un emblema nacional de prestigio, con “sus catorce luces subterráneas”, llegar a la casona de Juana como quien entra a un templo y trasladarnos al siglo del romanticismo escuchando a los grandes compositores, era como refugiarme en un oasis que cuarenta años después me parece el colmo de las delicias.
Hace dos años que fuimos a presentar el libro de Francisco Almonte sobre don Juan de Js. Reyes. Aunque René Pérez Peralta su sobrino, me advirtió que Juana ya no era la misma hermosa y pulcra mujer que recordaba, le dije que no podía ir a Mao sin ir a la casona y verla cuando menos. Cerrada a cal y canto la puerta principal, entré como otras veces hacia ocho lustros, por el patio. Su hermana Chea me recibe. Juana estaba allí, como siempre, pero ahora si escuchaba a Beethoven o a Mozart sería en su interior. En un momento como que me reconoció, pero luego se abismó en un extraño limbo. Juana ya no era ella. La enfermera que la asistía me dio a entender. Bajé lleno de tristeza, pero satisfecho de no haber pasado por Mao sin saludarla.
Fue mi amiga sincera y franca como una hermana. Recibir la noticia de su muerte al mismo tiempo que me llevó a ese Mao inolvidable e irrepetible, mientras caía la lluvia como un aluvión de lágrimas, me hizo escuchar una vez más la Sexta Sinfonía de Beethoven, su favorita, y acompañar al día en su tristeza evocando a la amiga muerta. Siga leyendo...
Escritor de gran prestigio nacional
El lunes 4 de julio recibí la noticia de la muerte de la Dra. Juana Peralta en Santiago y que sería llevada a Mao. No tenía tiempo de salir desde Santo Domingo y llegar a compartir con los familiares mi duelo personal y mi tristeza por aquella mujer extraordinaria.
Para las actuales generaciones de maeños su nombre no debe significar lo que tenía de esplendor sólo nombrarla en los años cincuentinueve y sesenta cuando estaba en la plenitud de su magisterio y de su encanto personal.
Estos Peralta habían venido desde Piloto donde tenían feraces tierras desde los días que un mago belga, Monsieur Louis Bogaert, llevó las aguas cristalinas de los ríos aledaños a las sabanas sedientas y convirtió en riquezas las asperidades de tunas y cambronales en dorados campos arroceros.
Juana, que parecía indú, una auténtica criolla color canela, graduada de médico se fue a hacer especialidad en Canada de ginecología. De allá llegó a la casona en el corazón de la ciudad que ella mantuvo sin pintar con todo su esplendor, y entregó sus conocimientos generosamente, primero en la Clínica Dr. Moya de su compañero de estudios en Santo Domingo, Samuel de Moya Inoa, y después desde su casa o yendo a asistir alguna parturienta sin importar quién o qué, por pura vocación humanitaria.
A la Dra. Peralta le gustaba la música clásica. Llegar a su casa era un ritual que mantuve mientras disfruté mi juventud poética en aquella inolvidable ciudad provincial.
No era frecuente y no lo es todavía, que en nuestros pueblos escuchemos a Beethoven o a Mozart cotidianamente. Recuerdo que en las casas donde no teníamos consolas para disfrutar estos manjares de la cultura universal, esperábamos las semanas santas para escuchar a nuestros compositores favoritos.
Un compañero de estudios mío me preguntó seriamente intrigado en el Club de Pimentel, mi pueblo, si era “una pose para que dijeran que éramos cultos”, a los que oíamos los discos de 78 con piezas de Chopin y Liszt, principalmente, porque para él esa música era aburrida y de “muertos”.
Yo disfruté, lo repito, mi juventud en Mao. Allí amé y tuve amores. Tenía 26 años y en aquel Mao señorial, de vida tranquila patriarcal, donde don Juan de Jesús Reyes me recibía para pasarnos horas hablando de poesía y don Parmenio, su hijo, me acusaba de haber dañado la oratoria por haberla mechado de versos, precisamente de su padre, le decía yo, después de los encuentros con los amigos en El Cidra, El Colón y naturalmente, en El Samoa Bar que era en ese tiempo un emblema nacional de prestigio, con “sus catorce luces subterráneas”, llegar a la casona de Juana como quien entra a un templo y trasladarnos al siglo del romanticismo escuchando a los grandes compositores, era como refugiarme en un oasis que cuarenta años después me parece el colmo de las delicias.
Hace dos años que fuimos a presentar el libro de Francisco Almonte sobre don Juan de Js. Reyes. Aunque René Pérez Peralta su sobrino, me advirtió que Juana ya no era la misma hermosa y pulcra mujer que recordaba, le dije que no podía ir a Mao sin ir a la casona y verla cuando menos. Cerrada a cal y canto la puerta principal, entré como otras veces hacia ocho lustros, por el patio. Su hermana Chea me recibe. Juana estaba allí, como siempre, pero ahora si escuchaba a Beethoven o a Mozart sería en su interior. En un momento como que me reconoció, pero luego se abismó en un extraño limbo. Juana ya no era ella. La enfermera que la asistía me dio a entender. Bajé lleno de tristeza, pero satisfecho de no haber pasado por Mao sin saludarla.
Fue mi amiga sincera y franca como una hermana. Recibir la noticia de su muerte al mismo tiempo que me llevó a ese Mao inolvidable e irrepetible, mientras caía la lluvia como un aluvión de lágrimas, me hizo escuchar una vez más la Sexta Sinfonía de Beethoven, su favorita, y acompañar al día en su tristeza evocando a la amiga muerta. Siga leyendo...
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