miércoles, 28 de julio de 2010

MENTIRAS PIADOSAS

Entonces sentí que esas mentiras piadosas no son más que el resultado del amor y del deseo de preservar la inocencia en nuestros hijos. Reconocí que mantener una ilusión en un niño es un acto de buena fe...

REFLEXIONES
Por Lavinia del Villar

En mis tiempos, los niños nos conformábamos con poca cosa, y éramos felices. No recuerdo un momento de mi infancia en que me sintiera aburrida, a pesar de que no tenía muchos juguetes, de que no había televisión, ni teléfono, ni mucho menos computadoras ni nada que se le parezca. Tampoco tenía el privilegio de “comer boca”, porque mi mamá no me lo permitía. Eso sí, teníamos un radio que la pasaba más muerto que vivo porque a cada rato se dañaba, y que entre los juegos de pelota y la novela de Tamakún que papá oía, nos quedaba poco tiempo para disfrutar.

No obstante nos divertíamos cantidad. Jugábamos a “Las escondidas”, a “Pisá y colá”, a “La loca”, a “Mambrú se fue a la guerra”, a “La Peregrina”, y a todos los juegos que nos inventábamos. Contábamos cuentos de Juan Bobo y Pedro Animal, que eran dos personajes a los cuales los nombres les quedaban cortos, y nos poníamos a “Sacar risa”, que consistía en comenzar fingiendo risa para después terminar riéndonos como locos. Además heredaba las muñecas, aunque un poco deterioradas, que me legaba Fineta, mi hermana mayor, que por ser la primera hembra y haber nacido en circunstancias más florecientes, tuvo el privilegio de que se las compraran. No voy a negar que a veces las cogiera a escondidas, y según ella se las entregaba “medio muertas”.

Eso sí… mi papá era un hombre muy generoso. Nunca me dijo que no a mis antojos…, aunque nunca me los compró.

- Papá, cómprame unos patines.
- Está bien.
- ¿Me los vas a comprar?
- Si.
- ¿Cuándo?
- Vamo’a ver.

- Papá, yo quiero una bicicleta.
- Está bien.
- ¿Me la vas a comprar?
- Si.
- ¿Cuándo?
- Vamo’a ver.


Y así sucesivamente… Muchas veces me pregunté por qué el “Vamo’a ver” nunca llegaba, hasta que más tarde entendí que no se compran las cosas con deseos y buenas intenciones, sino con dinero, y eso era lo que no había. Pero fíjense…no me enojaba, ni me marcó el no tener lo que como niña anhelaba.

Con los Reyes Magos sufrí muchas decepciones. No me valía portarme bien, ni pasar de curso con notas sobresalientes. No entendían nada. Si les pedía un pianito de juguete, me salían con un paquetito de lápices de colores, como si yo quisiera dibujar. No sabía por qué hacían eso, cuando yo les enviaba su carta con tanto tiempo.

Un primo mío que vino de vacaciones de la capital, me dijo una vez que los Reyes Magos eran unos desgraciados adulones de los ricos, porque la bicicleta que él había pedido se la trajeron al hijo del vecino, que era un hombre de mucho dinero, y a él le dejaron un trompo.

Hasta que un día me enteré que eran los padres los que ponían.

No alcanzaba a entender por qué los papás decían tantas mentiras, y prometían cosas que nunca cumplían, hasta que crecí, me casé, tuve hijos y me encontré haciendo lo mismo: “Vamo’a ver… El Niño Jesús… los Reyes Magos… y hasta la Vieja Belén.”

Entonces sentí que esas mentiras piadosas no son más que el resultado del amor y del deseo de preservar la inocencia en nuestros hijos. Reconocí que mantener una ilusión en un niño es un acto de buena fe, y me di cuenta que esconder la realidad a los hijos cuando ésta no es tan halagüeña, es tratar de evitarle en lo posible las espinas del sendero a veces abrupto de la vida.

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