sábado, 17 de julio de 2010

LETRAS DEL NOROESTE

Julián el sepulturero
Por Ramón Emilio Helena Campos
Montecrisiti

Cuando Julián el sepulturero salía del Juzgado aquella mañana, escoltado por los guardias que lo conducirían a la prisión, las personas que habían presenciado el juicio comentaban sus incidencias sin ponerse de acuerdo.
Unos aseguraban que era un loco, al que debían internar en un manicomio. Otros alegaban que estaba en sus cabales, calificándolo de maniático sexual. Los demás pensaban que se trataba de un vulgar ladrón que acostumbraba a robar las joyas de los cadáveres. Pero, en realidad, esas discusiones no iban a influir absolutamente nada en los nueve meses que “Nicho”, como algunos le llamaban, iba a pasar entre rejas.
Antes de que ocurriera el suceso, Julián había llevado una vida tan normal como cualquiera de los hombres del pueblo. Y si no se había casado aún a los treinta y tantos años de edad; si no salía de parrandas como la mayoría de los jóvenes de su época; si no se le veía nunca por los sitios de diversión, era, porque se lo impedía su carácter: había sido enterrador por muchos años, y este tipo de trabajo hubo de forjarle un temperamento retraído.
Solicitado únicamente por los deudos de los muertos que enterraba, y temido por los niños, que huían de su presencia, era conocido de todos, pero no podía decirse que tuviese muchos amigos.
Para comer, contaba con el poco dinero que recibía por hacer las fosas y el problema de la ropa se lo resolvían los parientes de algún buen difunto que “calzaba” con él.
Pero aun así, con sus raídas vestimentas y su descuidada barba, Julián era lo bastante inteligente para meditar y reflexionar sobre su vida. Sobre el presente y sobre el futuro.
Al principio encontró molesto eso de tener que esperar a que otros murieran para él poder vivir. Pero luego se acostumbró a su trabajo.
Justificaba sus pareceres pensando que si todos morían -incluso él- alguien tendría que enterrarlos. Además, llegó a la conclusión lógica de que nadie se moría porque él lo necesitara o lo deseara.
Todo hubiera seguido igual hasta que, ocupando una de las sepulturas, Julián hiciera compañía a todos los que había enterrado, sino sucede lo de aquel día…
Era la tarde gris y en ella se insinuaba una noche negra, como el vestido de aquella muchacha que lloraba junto a una de las tumbas.
No puede decirse que fuesen las lágrimas lo que llamara su atención, pues siendo sepulturero “profesional”, los panegíricos y lloriqueos eran cosas que ya no le conmovían.
Sin embargo, cada sollozo que en el aire se quebraba, iba apretando más y más su corazón. Tanto, que caminando hacia donde estaba ella, trató de buscar algo en los bolsillos traseros de su pantalón. Repentinamente su brazo se detuvo. Cuando volvía a su posición normal, la mano, crispada en actitud de derrota, parecía lamentarse de no llevar consigo un pañuelo limpio que secara unos ojos enrojecidos ya por el llanto.
Fue desde aquella tarde que la vida de Julián cambió de rumbo y de destino.
Día tras día, a las cinco de la tarde, las cotidianas labores de “Nicho” se suspendían… Era la hora en que llegaba la muchacha vestida de negro a llorar junto a una de las tumbas y para su vida, esos momentos significaban: Todo…
-¿Por quién llora usted tanto?-, se había atrevido a preguntarle venciendo el miedo y la tristeza.
Y ella, volviendo lentamente la cabeza le miró larga y hondamente. Quiso hablar. Pero pareció que algo le anudaba la garganta y nuevos sollozos ahogaron sus palabras.
Esto no aclaraba sus dudas. En la tumba que la amada visitaba, dormían el sueño eterno dos hombres; padre e hijo, fallecidos recientemente en un horrible y lamentable accidente.
Quizás el más joven había sido su novio. Tal vez fuese hija y hermana de los que allí yacían.
Esto no aclaraba sus dudas y ella nunca le diría por quien derramaba sus lágrimas…
Tres días después de haberle hablado, murió repentinamente la dulce y joven mujer.
Indescriptible fue la desesperación de aquel triste y desdichado enterrador.
Tenía que sepultar el cuerpo de la amada… para siempre. Tenía que resignarse a no mirarla jamás llorar sobre la tumba.
¡Qué tristes y solitarias iban a resultar de nuevo sus tardes!
Un olvido de los familiares de la muchacha fue lo que determinó -aunque indirectamente- el encarcelamiento de “Nicho”. De otra manera, todo hubiera quedado sin saberse.
Toda de blanco, la joven había sido enterrada con una medalla. Un recuerdo de familia muy valioso que debían conservar de generación en generación.
La noche del entierro, los deudos se encaminaron nuevamente al cementerio.
Y fue grande su espanto; al llegar, encontraron la fosa vacía.
Un sudor frio comenzó a rodar por sus espaldas y el temor paralizó sus miembros por un instante.
Su asombro fue mayor cuando, adelantando sus pasos, pudieron ver, a la luz de sus linternas, como, detrás de una sepultura contigua, Julián se arrodillaba ante el cuerpo desnudo de la muerta.
Al saberse descubierto, “Nicho” bajó la cabeza y así permaneció por breve tiempo. Enmudecidos de cólera y espanto, los familiares no interrumpieron aquel conmovedor silencio.
Súbitamente, aquel infeliz enterrador levantó la cabeza y enseñando un manto negro que llevaba entre sus manos, dijo con voz queda y lastimera:
-Solo quería vestirla con esto. Así la conocí; así llegué a amarla y así quería que estuviera para siempre.
Tomado de Letras del Sol, antología de autores de la línea Noroeste de la República Dominicana, de Carlos Reyes.

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