lunes, 18 de octubre de 2010
INSOMNIO
Por Handry Santana
Las sombras se tragaron la pequeña habitación envuelta en la espesura de la noche y sus misterios. Isaías repasaba al detalle los cuentos de Sabina, reconstruyendo episodios de horror. La sábana no alcanzaba a cobijar sus pies helados, ya no era un niño; pero el temor a las espantosas visiones hacía imposible conciliar el descanso.
En las mañanas, trasnochaba sus días, reposando la atormentada cabeza sobre los cuadernos, almohada perfecta en el salón de clases. Perdía sintonía con la realidad, consumiéndose en la hoguera de lo desconocido, negándose a despertar de la eterna pesadilla.
Ocultó docenas de llamados de atención enviados a su madre en la vieja mochila donde llevaba crucifijos, agua bendita y ajo como defensa a los siniestros visitantes nocturnos. Temía a la noche, a las voces ocultas, a no regresar de las profundidades del mundo oscuro.
Su adicción a la voz de Sabina le hacía volver cada día sediento de una nueva historia, sin pausa entre las horas ni censuras, que dibujaba angustia en su espera de la sombría puesta del sol. Dulce tortura, amaba aquellos labios que pronunciaban palabra a palabra su condena. Estaba hechizado.
Renunció a escucharla, y el invierno adelantó las frías caricias de sus lluvias. Se escaparon los rubores que hacían brillante aquel rostro opaco. Y regresó, como un niño desvalido al regazo de su funesta imaginación. Ahora le pertenecía para siempre. Ella alimentaba su inspiración con el espanto de las noches de Isaías, de los asaltos sumergidos en tinieblas en las que navegaba.
Sabina era ciega, sus ojos perdidos en un horizonte extraño completaban el aire singular de su apagado semblante adornado por abundantes rizos. Sus relatos poseían una fuerza excepcional, recreaban los más espeluznantes episodios.
Él, se dejaba atrapar de sus acentos que golpeaban lentamente sus fuerzas como la luz que apaga la luz.
Los meses oscurecían, superar el suplicio del temor lo trastornaba. Las marañas de las pesadillas cubrían el día, el insomnio era permanente. Las visitas secretas a Sabina se hacían más frecuentes. Ahora él también relataba sus propias historias.
Isaías decidió contarle a su madre como descendía al abismo al conocer cada cuento, embriagado por las sombras cuando el sueño se asomaba.
Preocupada la mujer partió en busca de la joven que le robó la cordura a su hijo. Al llegar al lugar tocó la rústica puerta, una amable anciana le invitó a pasar. Preguntó por Sabina quería suplicarle se alejara de Isaías. Sorprendida corrió hasta su casa, con una respuesta que ahora quemaba su alma. Sabina había muerto hace 30 años víctima de una extraña enfermedad, un trastorno severo del sueño que le hizo arrancarse los ojos.
Las sombras se tragaron la pequeña habitación envuelta en la espesura de la noche y sus misterios. Isaías repasaba al detalle los cuentos de Sabina, reconstruyendo episodios de horror. La sábana no alcanzaba a cobijar sus pies helados, ya no era un niño; pero el temor a las espantosas visiones hacía imposible conciliar el descanso.
En las mañanas, trasnochaba sus días, reposando la atormentada cabeza sobre los cuadernos, almohada perfecta en el salón de clases. Perdía sintonía con la realidad, consumiéndose en la hoguera de lo desconocido, negándose a despertar de la eterna pesadilla.
Ocultó docenas de llamados de atención enviados a su madre en la vieja mochila donde llevaba crucifijos, agua bendita y ajo como defensa a los siniestros visitantes nocturnos. Temía a la noche, a las voces ocultas, a no regresar de las profundidades del mundo oscuro.
Su adicción a la voz de Sabina le hacía volver cada día sediento de una nueva historia, sin pausa entre las horas ni censuras, que dibujaba angustia en su espera de la sombría puesta del sol. Dulce tortura, amaba aquellos labios que pronunciaban palabra a palabra su condena. Estaba hechizado.
Renunció a escucharla, y el invierno adelantó las frías caricias de sus lluvias. Se escaparon los rubores que hacían brillante aquel rostro opaco. Y regresó, como un niño desvalido al regazo de su funesta imaginación. Ahora le pertenecía para siempre. Ella alimentaba su inspiración con el espanto de las noches de Isaías, de los asaltos sumergidos en tinieblas en las que navegaba.
Sabina era ciega, sus ojos perdidos en un horizonte extraño completaban el aire singular de su apagado semblante adornado por abundantes rizos. Sus relatos poseían una fuerza excepcional, recreaban los más espeluznantes episodios.
Él, se dejaba atrapar de sus acentos que golpeaban lentamente sus fuerzas como la luz que apaga la luz.
Los meses oscurecían, superar el suplicio del temor lo trastornaba. Las marañas de las pesadillas cubrían el día, el insomnio era permanente. Las visitas secretas a Sabina se hacían más frecuentes. Ahora él también relataba sus propias historias.
Isaías decidió contarle a su madre como descendía al abismo al conocer cada cuento, embriagado por las sombras cuando el sueño se asomaba.
Preocupada la mujer partió en busca de la joven que le robó la cordura a su hijo. Al llegar al lugar tocó la rústica puerta, una amable anciana le invitó a pasar. Preguntó por Sabina quería suplicarle se alejara de Isaías. Sorprendida corrió hasta su casa, con una respuesta que ahora quemaba su alma. Sabina había muerto hace 30 años víctima de una extraña enfermedad, un trastorno severo del sueño que le hizo arrancarse los ojos.
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