miércoles, 23 de marzo de 2011

EL HUESO DE BOBY

Por el Dr. Guarionex A. Flores Liranzo

Era la navidad de 1963 y ya la familia había cenado la comida especial de nochebuena consistente en puerco asado, moro de habichuelas rojas, telera, ensaladas, pastelón de coditos, pasteles en hoja, etc. Para mí, que era glotón, era una ocasión especial por la calidad y variedad de los alimentos que mi madre preparaba asistida por la sirvienta y por mi tía materna Griselda, que vivía con mis padres desde que se casaron en marzo del 1951 y ella contaba con doce años de edad. La tía Gri, como cariñosamente hoy le llamamos, había tenido un solo novio, Epaminondas, relación que iniciaron unos seis a siete años atrás cuando vivíamos en Mao, Valverde. Nos habíamos mudado a Ciudad Trujillo - como todavía se llamaba la capital dominicana - en agosto del 1961.

La velada transcurría dentro de lo habitual, con mis padres sentados en la sala, y los niños nos divertíamos en la acera con los fuegos artificiales, acompañados por dos o tres amiguitos del pobre barrio Matahambre de entonces, que de seguro aquella noche habrían si acaso cenado cualquier cosa. Mucho menos sus padres podían comprarles fuegos artificiales. Yo, el mayor de los cinco hermanos, junto a mi hermano Miguel explotábamos "cohetes chinos" que tenían un gallo pintado y que encendíamos con una brasa traída desde la cocina en un cucharón viejo, así como arrojando torpedos contra la verja delantera de la casa. Las hermanas menores Esther, Záida y Bárbara sólo tenían dominio de las sosas patas de gallina, cuyo riesgo era mínimo, comparado al de un veleidoso cohete al que ya se le hubiese acortado la mecha en un encendido fallido, y que bajo la débil luz del alumbrado público acercábamos de nuevo a la mortecina y también traicionera brasa.

Desde temprano se sabía que Epaminondas vendría a cenar un poco más tarde, por lo que su amorosa novia le reservó un plato bien provisto, tapado y vigilado para evitar confusiones. Cuando llegó mi futuro tío político, luego de los saludos de rigor, fue conducido al comedor que estaba en el centro de la amplia cocina, donde le esperaba en la cabecera de la mesa su cena con una copa de Cinzano. El mancebo acometió con entusiasmo el cerdo asado y las guarniciones mientras intercambiaba breves comentarios con la novia sentada a su derecha. Todo transcurría a pedir de boca, sin reparar en que Boby, el sato de la casa, se encontraba echado debajo de la mesa royendo un gran hueso con los ojos entrecerrados de puro deleite.

Aquí ocurrió el desgraciado incidente en el que Epaminondas (también gozoso) movió los pies, tocando con el derecho la celosa posesión de Boby, el cual en fiera y ruidosa respuesta dejó la parte delantera del calzado convertida en un colador. El susto fue mayúsculo y el lamento general por el ruinoso estado de la prenda que estrenaba esa noche el elegante novio que había llegado en carro público.

Muchos años después (casi cinco lustros), una tarde me encontraba visitando en su consultorio a un colega cirujano cardiovascular, amigo a pesar de que trabajábamos en equipos rivales. No obstante, manteníamos gran aprecio y respeto profesional mutuos. Nuestra amistad se puso a prueba con el siguiente episodio.

Pocos dias atrás me correspondió implantarle un marcapasos cardíaco a una paciente que le habían referido al colega, pero que fue captada (admito que con no muy pulcras artes) por el cardiólogo de mi bando, en el que yo devengaba un modesto sueldo fijo.

Al poco rato de estar hablando, el afectado no aguantó más y se quejó conmigo de la forma en que se había visto privado de ganarse unos honorarios (siempre andaba apurado de plata), sentenciando que era capaz de volverse una fiera… ¡si alguien juega con mi comía!

Esta advertencia aun resuena en mis oídos cuando pienso en las ocasiones de competencia desleal entre colegas, y la asocio a la respuesta de Boby, mi perro viralata, cuando le tocaron sus intereses.

1 comentario:

  1. Guarionex:

    Esta historia me recuerda un perro que compramos en el área del Monumento de Santiago, cuando vivíamos en la Ciudad Corazón, a finales de la década de los '70. Era completamente blanco con los ojos azules. Nuestros hijos lo bautizaron como "Tigre", pero mi mujer y yo lo llamábamos por el nombre de un político dominicano que fue Presidente de la República.

    A pesar de ser de raza desconocida (me resisto a llamarlo vira lata)y que sólo nos costó $ 5.00 (cinco pesos), es el mejor perro que hemos tenido en la familia Ferreira Núñez: fiel, leal, excelente guardián, ¡ay de quien le pusiera la mano a nuestros hijos!, etc.

    Sin embargo, Tigre no comía cuentos, ni creía en historias cuando se trataba de su comida. Quien se le acercara a su plato cuando él estaba comiendo, seguro que tenía problemas. Sólo yo podía quitarle el plato, y antes de hacerlo, le echaba una arenga, ¡advirtiéndole que lo iba a hacer! porque hasta a mí me enseñaba sus afilados colmillos... ¿Alguna similitud con Boby?

    Un abrazo,

    Fernan Ferreira.

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