... observamos con estupor que las arroceras estaban inundadas y apenas se podía distinguir una que otra espiga del preciado cereal; las plantaciones de guineo totalmente aplanadas y una enorme e infinita laguna cubría todo, hasta donde la vista se perdía; el viento no amainaba y aún escuchábamos el suave y fantasmal ruido que producían las matas de guineo al caer... Las aguas bajaron a los tres días y luego de asegurarnos que la calma había llegado, nos decidimos a inspeccionar los daños, era más fácil contar las matas en pie y los arrozales que respiraban con el agua hasta sus espigas, que ponerse a inventariar las fincas de posible recuperación. El mal olor era insoportable y las aguas estancadas se calentaban de tal manera que se podían escuchar las burbujas causadas por la enorme temperatura de aquella natural reacción química, alimentada por las vacas, burros, caballos y peces muertos.
Por Pablo Mustonen
Esa mañana septembrina, como casi todos los bellos amaneceres de nuestro querido Mao, el astro rey alumbraba con sus rayos anaranjados y despertaba más temprano que nunca a todos los gallos mañaneros. Andrés hizo un comentario al respecto y nos dijo que era la primera vez que escuchaba el canto de los gallos tan de mañana y que esto era una mala señal. No le prestamos atención, ya que él tanto como Ramoncito eran "cabaleros". Por la radio habían anunciado que se acercaba una tormenta. No nos preocupamos, siempre decíamos que Mao nunca sería tocado por unos de esos fenómenos.
Salimos a la hora acostumbrada para la finca de Guayacanes; después de inspeccionar la siembra de arroz y alguno que otro detalle y muy entrada la tarde, al cruzar el puente Mao empezó a llover a borbotones. Comentamos que era necesario ya que hacía mucho tiempo no llovía; pasamos por Hatico, debíamos llegar a la farmacia Bogaert a buscar cierta medicina, al regreso y un poco antes de llegar al manguito, escuchamos un continuo golpeteo sobre el techo y los cristales del Land Rover; eran granizos que como gotas, caían al suelo y la carretera se cubría en un solo manto helado.
Al llegar a la casa y luego de despachar a Andrés, nuestro noble chofer, salgo a recoger unos cuantos, eran tan fríos que debí buscar una cubeta para uno a uno irlos colocando en su interior. Me preparé un "morir soñando" y luego de la cena nos acostamos tranquilos y bien cansados, el sueño nos venció de inmediato.
Como a media noche, una ráfaga de viento y agua helada, entra por la ventana de mi habitación, me levanto presuroso y cierro la puerta, no habían transcurrido dos horas y ya el viento era avasallador y aquel ruido enorme nos molestaba los oídos. Ya sin poder dormir, todos en la cocina esperando por un café recién colado, escuchamos el quebrar de una rama, salimos a la escalera y descubrimos que el enorme y anciano roble que los abuelos habían plantado en el patio y cercano a la cocina, se estaba cayendo a pedazos. Caían al suelo una rama tras la otra, sus verdes y pequeñas hojas salían disparadas hacia lo alto, parecía que buscaban a Dios, en aquella abrumadora y aterradora oscuridad. Las ventiscas aullaban como si fuesen una gran manada de lobos y entre una y otra, el silencio era de cementerios. En ese momento, pensé para mí: "¡cuán sorprendente es la madre naturaleza!”. Entre la mezcla de lluvia y viento, escuchamos el taconeo de unas botas; era Andrés que todo empapado encendía el Rover y como pude entendí que esperaba por nosotros. Con una "thermo" de café caliente, bajamos y salimos sin rumbo definido.
Entre las indecisiones de qué dirección tomaríamos, Andrés sugirió que debíamos inspeccionar la parte más baja y cercana al Yaque, entonces, cambiando de dirección marchamos con destino a los caños, ¡oh sorpresa!, ya en las fincas que colindaban con el río Yaque, que eran de diversos cultivos, observamos con estupor que las arroceras estaban inundadas y apenas se podía distinguir una que otra espiga del preciado cereal; las plantaciones de guineo totalmente aplanadas y una enorme e infinita laguna cubría todo, hasta donde la vista se perdía; el viento no amainaba y aún escuchábamos el suave y fantasmal ruido que producían las matas de guineo al caer. Agazapados y cubiertos por la lona de la robusta y noble maquinaria inglesa, esperamos por el amanecer. La devastación no pudo ser mayor, podíamos ver todo el inmenso valle, desde el principio hasta el fin, desde el Yaque hasta el Mao y desde el Mao hasta el Ámina; el Yaque, que recibía la descarga de los otros dos, había roto los diques artificiales -que para proteger las plantaciones habían sido construidos en años anteriores-, seguía arrojando su enorme caudal de agua lodosa y los animales muertos flotaban sobre las aguas, como botes impulsados por un destino incierto, como sería el nuestro a partir de ese instante. Una vez saciado nuestro morbo y con más cansancio que impotencia, ante aquel fenómeno natural, optamos por regresar a la casa; tratamos de entrar al garaje, pero el roble centenario, gravemente herido, yacía tumbado en el suelo y obstruía la entrada, conformándonos aparcamos como pudimos, debajo de las rígidas y fuertes matas de coco, que sin una sola de sus frutas gallardamente permanecían en pie.
Las aguas bajaron a los tres días y luego de asegurarnos que la calma había llegado, nos decidimos a inspeccionar los daños, era más fácil contar las matas en pie y los arrozales que respiraban con el agua hasta sus espigas, que ponerse a inventariar las fincas de posible recuperación. El mal olor era insoportable y las aguas estancadas se calentaban de tal manera que se podían escuchar las burbujas causadas por la enorme temperatura de aquella natural reacción química, alimentada por las vacas, burros, caballos y peces muertos. Todo estaba perdido, el trabajo de años, desapareció en unas cuantas largas horas.
No había tiempo para lamentaciones, la "compañía" y el Banco Agrícola, respondieron rápidamente y los nuevos "niños" empezaron a nacer, nos consolábamos en el Samoa Bar; allí nos reuníamos los tomateros -que perdieron todo-, los plantadores de guineo y los arroceros; pedíamos de la bebida más cara y la cuenta era siempre cubierta por uno de los que menos había perdido y que normalmente invitaba. Recuerdo que entre estos estaban: Don Antonio Guzmán, el Sr. Núñez -el padre de Anays, que luego casó con Roberto Pimentel- y Juanito el Búcaro, que tan solo había perdido unas cuantas reses. La solidaridad del pueblo maeño se hizo notoria, los enemigos se conciliaron, las viejas rencillas familiares fueron olvidadas y las fiestas eran tantas, que debíamos elegir a cuál iríamos y cuál día, ya que el ron era diariamente regalado por don Silvino -que representaba la casa Bermúdez- o por don Ángel Tejada y doña Pura que eran dueños del cine y algunas veces se hacían uno que otro "serrucho": eran mis preferidas. Aquel año pasó con una rapidez espantosa, entre ver crecer los frutos y las farras. El duro trabajo diurno y las excesivas libaciones nocturnas, no dejaban campo para ver hacia atrás, era como si el pasado se hubiese hecho invisible e ido de vacacionar a otra parte.
Nuestros pensamientos, estropeados por aquel cotidiano trajinar, no tenía espacio para más nada que el duro trabajo y las lamentaciones no eran escuchadas, se brindaba por el éxito y la abundante cosecha; el pueblo era una eterna e interminable alegría.
Mao siempre ha respondido con solidaridad en los peores momentos. Esto es lo bueno de nuestro pueblo. Adelante.
ESO ERA VIVIR
Pablito,
ResponderBorrarComo siempre, una narración de primera y una vivencia invaluable. Agradecemos que nos permita compartir con todos nuestros compueblanos maeños esas vivencias tuyas, ricas en humanismo y escritas, es obvio, con entusiasmo y gozo.
Un abrazo.
Isaías
Pablito,
ResponderBorrarGracias por compartir memorias de nuestro querido pueblo. Papa(Rene Perez)te mando un saludo.
Janio Perez Estevez