martes, 6 de septiembre de 2011

MAO EN EL RECUERDO

UN DÍA INOLVIDABLE
A mi hermana Esther
Por Dr. Guarionex Flores Liranzo

(Foto: Mao circa mayo 1956. Haga clic en la foto haga para agrandarla).

El 2 de septiembre del 1955, apenas clareó, la tía Griselda nos despertó a mí y a mi hermano Miguel. Nos vistió rápidamente y nos dijo que íbamos a salir con ella para ir a la casa de una amiga. Era una salida desusada, por lo temprano. Griselda nos tomó de la mano y salimos de la casa donde nacimos en la calle Agustín Cabral, entre las calles Presidente Trujillo (hoy Duarte) y 27 de Febrero. Nuestros vecinos inmediatos eran don Otoniel Acevedo y don Pericles Reyes, y sus familias. Yo tenía 3 años y 6 meses de edad, y Miguel, 2 años y 1mes. Nuestra querida tía materna había llegado a Mao con doce años, pocos meses antes de nacer yo, el primogénito. Cuenta que, recién nacido, me cargaba sobre una almohada. Al parecer yo era algo muy preciado y valioso, o se esperaban grandes cosas de mí. Este y otros privilegios de la primogenitura no evitaron que, más luego, cuando le desobedecía, me aplicara el remedio correspondiente con una varita de tamarindo.

Pero entonces, caminábamos por la calle con escasísima gente y ningún vehículo. Tres cuadras adelante cruzamos a la acera de enfrente y doblamos a la izquierda en la calle Beller. Dos cuadras más y pasábamos por la acera de los almacenes enfrente del Mercado Municipal. Como todo estaba cerrado, era extraña la tranquilidad por la ausencia del ajetreo y bullicio de personas, carretas y bestias de carga en el mercado y sus alrededores. En la esquina noroeste de aquel, doblamos a la derecha. Ahora caminábamos por la calzada de la calle Mella. El pavimento de tarvia, lleno de cráteres, desapareció después de dos cuadras. Parecía que íbamos hacia el campo porque adelante se veían pocas casas y muchos árboles en la distancia. Al final de la calle de tierra, a la derecha, había una casa aislada. El sol empezaba a asomar detrás de la casita en la misma orilla del pueblo.

Griselda llamó y la puerta de entrada (que daba hacia el oeste, en una pequeña galería) seguido se abrió y asomó Hilda (nombre del que no estoy seguro), una amiga de la familia. Hubo un breve intercambio y mi tía se marchó enseguida. Miguel y yo quedamos, tranquilos y seguros, sentados en sendos sillones de madera en la sala. A la derecha había una habitación-dormitorio, de donde regresó nuestra anfitriona para seguir hacia atrás, donde estaba el espacio del comedor y cocina. Era una casa pequeña, nueva en sus tablas rústicas y techo de zinc a dos aguas. Sin ostentación, el ambiente era acogedor y tranquilo. Había, fuera de mi alcance, un pequeño radio de color oscuro encima de una repisita con un pañito tejido a mano. Mi tía Griselda también bordaba y tejía.

Tal parece que nuestra presencia allí había sido planificada, porque cerca de media hora después Hilda nos condujo a la mesa, donde nos esperaban sendos platos de mangú de plátanos verdes con huevos fritos, que a mi hermano y a mí nos sentaron de maravilla. No recuerdo que allí hubiese un marido en ese momento, pero a lo mejor vino después. Más tarde, llegó un hombre joven, que creo era Aquilito Morel o Chelo Tejada, compañeros de trabajo de mi papá. Nuestra anfitriona era linda y joven, y todavía no tenía hijos.

Entonces, por la puerta trasera abierta, próxima, Miguel y yo descubrimos que la casa estaba en el borde de una pendiente más o menos empinada, que terminaba unos veinte metros más allá en el canal Bogaert, el más viejo de los canales de riego de Mao. Al momento, un jolgorio de mozalbetes pasó por el lado en dirección del canal. Era un viernes. La hora, cerca de las nueve, y de seguro estos siete u ocho rapaces (pienso que de entre ocho a doce años de edad) estarían despidiendo las vacaciones escolares en su baño favorito. A petición nuestra, Hilda nos acercó hasta unos diez metros de la “zanja”, donde el grupo se divertía zambulléndose encueros, dando “panqueadas” y haciendo alardes sobre quién cruzaba nadando más rápidamente. Mi hermano y yo nos sentamos en la pendiente de tierra seca y mirábamos fascinados las proezas de los muchachos. En el grupo yo reconocí a los hermanos Rafael Pericles y Athos, mis vecinos, y a Belanche. Todos se divertían de lo lindo. Mientras tanto, un muchacho permanecía en nuestra orilla, la izquierda, y tenía en sus manos un cordel de pesca, a cierta distancia aguas abajo. De repente, el muchacho lanzó un grito, pues había enganchado un pez, que luchaba tenazmente. Sus compañeros acudieron alrededor del pescador. Entonces éste se quitó rápidamente la ropa y se arrojó al agua asiendo el cordel para destrabar la presa, que parece se había encuevado o enredado en alguna raíz. Cuando alzó su captura fuera del agua, en medio del canal, todos quedamos asombrados al ver que se trataba de una anguila. Su heroica acción de seguro la copió de alguna película en blanco y negro de las que se exhibían en el cine de don Mario Evertz en las tandas y matinés de los domingos. Aspiro a que alguno de esos mocosos pueda recordar el episodio.

Cerca del mediodía alguien nos llevó de regreso a nuestro hogar, donde nos encontramos con la impactante sorpresa de que teníamos una hermanita que acababa de nacer. Mi madre había dado a luz, tempranito, a Esther Mercedes de la Altagracia en la mesa del comedor, asistida por la señora Santana, una veterana comadrona nativa de San Francisco de Macorís. La criatura se estaba asfixiando debido a que tenía una circular del cordón umbilical alrededor del cuello, trampa que la partera cortó con una tijera que le entregó mi padre. El primer minuto fue angustioso porque la bebé no lloró, pero entonces lo hizo, luego de las desesperadas maniobras de estimulación de mi padre. La niña pesó once libras, y el embarazo y el parto fueron tan laboriosos, que, cuatro años después a mi madre le corrigieron (cuando parió a Záida, la menor de los hijos, en la capital) una hernia umbilical y un descenso o cistocele. Mi padre estaba loco de contento con la niña, que siempre fue su derriengue: grandota, extrovertida y generosa.

1 comentario:

  1. Buen homenaje a tu hermana Esther. Gracias por tus contribuciones, siempre bien escritas, Guarionex.
    Isaías

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