domingo, 16 de diciembre de 2012

CUENTO DE EDWIN DISLA

LA BOTIJA DEL ABUELO
Por Edwin Disla


Edwin Disla nació en Mao, provincia Valverde, en el año 1961. Narrador, ensayista e ingeniero. Hijo de Evaristo Disla y Lourdes Rojas. Ha escrito varias obras entre ellas la novela histórica, Manolo (2007), basada en la vida de Manolo Tavárez Justo, que fue galardonada con el premio nacional de novela Manuel de Jesús Galván del año 2007, la más alta distinción narrativa del país y Dioses de cuello blanco (2011), considerada una de las obras mejor estructurada e intensa de la literatura dominicana. Nos llena de orgullo traer a ustedes este cuento de nuestro distinguido compueblano. Esperamos le guste.

Acostado sobre la yerba de la orilla del río, rodeado de niebla y oscuridad pensaba en su madre que no estuvo de acuerdo con su viaje a Mao este verano.
-Mi hijo -le había dicho-, tengo malos presentimientos, ¿por qué no dejas ese viaje para después?
-Ya te lo dije, mamá: si no voy ahora moriré de ansiedad en este edificio.
-Tú sabes que cuando tengo malos presentimientos algo lamentable siempre sucede.
-Sí mamá, yo sé que cuando tiene malos presentimientos por lo menos un muerto hay en la familia.
Escuchó:
-¡Ramón, Ramón!, ¿dónde estás?
-¡Aquí!-se puso de pie-, ¡aquí!-agitó el brazo derecho.
-¡¿Aquí dónde?!
-¡Aquí, cerca del río!-Lo alumbraron con un foco.
-¡Aaah…!
Su tío Ambrosio, seguido de Tito, que apagó el foco, se acercó con calma. Traía al hombro un pico y una pala.
-Vámonos -le dijo y dobló hacia su derecha, donde tenía parqueado su motor Vespa, muy usado en esa época post trujillista.
-¿No encontraste nada?
-No.-El hombre, cansado, iba con la cabeza baja-.Aunque sí, encontré muchas hormigas y carbones.
-¿Estás seguro que Piro te dijo que era ahí donde estaba?
-Ahora no lo estoy.
Ambrosio, caminando, trataba de recordar el lugar exacto donde debería estar enterrada la botija que le reveló el espíritu de su abuelo, Piro Reynoso.
Éste, a altas horas de la noche, emergía de la nada convertido en sombras de la que sobresalía su sombrero de Panamá y su revólver de cachas gruesas. Ambrosio lo vio por primera vez una noche que se levantó sin sueño (pensaba ir a beber agua) y encendió el bombillo de la sala. Al principio creyó estar viendo visiones producto quizás de los tragos alucinantes tomados sin control ese día, mas cuando la sombra se movió con parsimonia hacia el patio, traspasando la puerta, cambió de parecer, y entonces decidió seguirla, temblando de pies a cabeza, olvidando pisarse el pulgar del pie izquierdo con el talón del derecho como hacía cuando le salía un muerto. La sombra, atiborrada de un negro brillante, desapareció tan pronto él abrió la puerta en medio del bullicio de los gallos que despertaron espantados. “¡Pero era mi abuelo!”, se dijo aún temblando, “¡era él, Dios mío!”.-Se hincó persignándose, y oró apoyando la cara en sus dos manos juntas. Minutos después, se levantó lleno de dudas: “¿Por qué me saldría?, ¿qué querría…?”

Ramón, por su parte, en la casa de su tío Ambrosio, disfrutaba de sus vacaciones de verano, motivado por la presencia en el pueblo de Ana Silvia, con quien tenía amores desde que era pequeño y los había continuado pese a verse obligado a emigrar hacia Nueva York por decisión de sus padres. De manos de ella, los domingos en la mañana iba al cine, donde lo único que le disgustaba era el público que a veces, si se le cortaba el rollo a la película iniciaba con los pies un contra golpe sobre el tambor del piso, armonizado por una bulla estruendosa, que terminaba en un pleito (de la segunda planta lanzaban escupitajos y hasta botellas) si el encargado no lo reinstalaba de inmediato, hecho que difícilmente ocurría.
Ese día Ambrosio, seguido llegaba de ordeñar las vacas de la parcela de Sabana Grande, casi siempre antes de que su esposa Blanquita regresara de la iglesia, atendía sus gallos de múltiples colores, los cuales sacaba al sol y previo a echarles maíz, los rociaba en sus estacas. Como era un domingo, en vez de desplumar con tijera a los de turno y topar y traquear a otros, se preparaba, vistiéndose con un ropa de caqui bien almidonada y planchada, para ir a la gallera rebosado de optimismo y deseos de ganar dinero. Esta actitud, sin embargo, la invertía en amargura y tormento si perdía. Entonces, al regresar no hablaba con nadie y se ocupaba únicamente de curar al derrotado con pomada y vitaminas, y si moría lo regalaba en la gallera porque comérselo daba mala suerte. Pero si ganaba, especialmente cuando era el canelo Revolvito, volvía borracho, por lo general acompañado de su compadre, Vale Pedro, apodado La Biblia Gallística, y sin dejar de reír a carcajadas, rememoraba los episodios más emocionantes de la pelea, sentado, debajo de la enramada de cana del patio de su casa. Ambos se burlaban del perdedor, a quien había que ver, había que ver la cara que puso Sabá, cuando Revolvito le pegó un bolsón a su cenizo:
-Eh, eh, ¿tú lo viste Vale Pedro?
-Sí. -También reía a carcajadas.
-Mira cómo la puso -y abría la boca como un pato con los ojos atónitos, entonces La Biblia Gallística se caía de la silla tumbándose el sombrero con las manos, riéndose hasta más no poder, y Ambrosio reía relinchando como los caballos.
Vale Pedro, clamaba, con los ojos llenos de lágrimas alegres:
-¡Compadre!, lo que pasa es que Sabá vivía diciendo que su Revolvito no era más que una de esas pavas que traían los banilejos los domingos, que huían ante cualquier adversario.
-Pero no se huyó Revolvito ante el gallo de las seiscientas cargas, ahora se va a huir ante un manilo de gallinero como el cenizo.

Ana Silvia y Ramón, volverían a encontrarse en la noche. Esta vez para ir al parque a escuchar el concierto de la banda municipal al igual que un sinnúmero de jóvenes bien vestidos, muchos de los cuales le darían la vuelta al parque en sentido contrario a las enamoradas. Estas vueltas, para Ana Silvia y Ramón que escuchaban la música en la glorieta, parecían interminables, pues continuaban y con un mayor número de personas aún después de concluir el concierto, ya que se les unían las parejas que compartían sus amores escondidos en el Samoa Bar de la esquina. Dentro de éstas se encontraba Tito, el mejor amigo de Ramón, y su novia Sofía, india de cabellos largos y cuerpo bien formado, hija de Sijo Almonte, el más próspero hacendado del pueblo. Nadie se explicaba cómo Tito siendo pobre y feo (le decían El Hurón) pudo “levantarse” a Sofía, desplazando a pretendientes hasta de Santiago y de la capital. Ahora bien, Sijo no lo podía ver ni en pintura. Por esta razón, Tito planificaba llevársela no obstante estar consciente de que podía perder la vida en el intento…

El jueves, Ambrosio, en la cama, esperando altas horas de la noche para ver al espectro de su abuelo, se quedó dormido, y empezó a roncar con más energía que su esposa. Hubo un momento en que las fue reduciendo, reduciendo hasta quedar sumergido en un silencio profundo, pero de pronto volvió a roncar.
En sueños oyó dentro de sí un sonido lejano y reiterativo ¡tang! Despertó, y el sonido ahora lo oyó en la sala ¡tang!: era de un objeto que chocaba contra la mesa: fue cuando se dio cuenta que estuvo dormido mientras esperaba. De una vez se levantó, y ofuscado caminó hacia la sala, donde para su sorpresa encontró a Ramón parado marcialmente fumando cachimbo y bebiendo ron con los ojos saliéndosele de las órbitas.
Ambrosio, que nunca lo había visto así y menos con esos ojos de serpiente y ese talle militar, por poco se muere del susto. El muchacho, al depositar el vaso de ron sobre la mesa le daba el golpe ¡tang!, y en seguida volvía a beber mirando la nada. El tío lo escuchó hablar con voz gruesa:
-Tú, Gugú -y el otro tiritando de terror, se dijo, “¡oh Dios, así era que me decía mi abuelo!”-, te has vuelto un disparate de hombre, no eres ni la sombra de lo que esperé de ti.-Manteniendo la firmeza del rostro extrajo humo del cachimbo-. Mírate cómo estás -lo expulsó-: Te has convertido en un alambique sin fondo, bebiendo todos los días, y el poco dinero que ganas lo pierdes en la gallera. Pero tu irresponsabilidad no tiene límites: sin poder acabas de mudar dos mujeres, y tu esposa que para mantenerte tiene que pasarse todo el día cosiendo, ni hijo quiere darte -se dio otro trago de ron, y de la mesa tomó la botella y llenó el vaso manteniendo la inmovilidad del rostro-. ¿Y tu padre Gugú?, ¿ya lo olvidaste, eh?, ¿ya olvidaste al viejo Francisco que con tanto esfuerzo te crió, y te dejó su finca para que la trabajaras y vivieras dignamente y hoy tú ni lo recuerdas?, ya se te olvidó que está postrado en una cama, abandonado en su rancho a su propia suerte -bebió largamente y otra vez golpeó la mesa ¡tang! con el vaso, y en seguida apuró el cachimbo y expulsó el humo-. Gugú, ya casi no me quedan fuerzas para seguir hablando, así que sólo te diré lo que no puedo ocultar, de lo contrario mi alma seguiría penando. En la mata de mango que está del otro lado del río, en la vereda que conduce a Sabana Grande, donde tú siempre me veías orinar los viernes en la tarde, hay una cruz dibujada en su tronco y a dos pasos de ella una botijuela que debes sacar. Antes es preciso que te pongas frente a la cruz para dar los pasos, luego cavarás y la encontrarás.-Se tomó otro trago temblándole las manos por primera vez y dejó el vaso sobre la mesa-. Cuando vayas, llévate a Ramoncito y a otra persona del pueblo -e instantáneamente se desmayó y cayó boca arriba con los brazos abiertos.
Ambrosio lo auxilió enseguida:
-¡Ramón!, ¡Ramón!-lo semilevantó-, ¡Ramón!
-Ambrosio, ¿y qué es lo que pasa? -Blanquita se había levantado, con la cara roja de preocupación, y al ver al sobrino exclamó-:¡¿Y qué le pasó a Ramoncito?!
-Ahora te explico -y señaló el seibó-. Anda, ve, trae el berrón…Anda, date rápido ombe.
La mujer obedeció con desespero. Pero ni el Bay Rum ni el aguardiente que luego trajo lo hicieron despertar. Él solo despertaría al día siguiente y sin recordar nada. Ambrosio, consciente ya del porqué de las apariciones de su abuelo, quien se le había “montado” a Ramón para informársela, de ninguna manera se lo diría, como tampoco se lo comunicaría a su esposa, a quien consideraba una ambiciosa deslenguá. Piensa sí, de encontrar la botija, mejorarle su estado de vida, lo mismo que a su padre y también ¿por qué no? a las dos mujeres que tenía mudadas.
Así que lleno de entusiasmo y con una decisión de acero empezó a planificar la búsqueda de la botija cumpliendo al pie de la letra los señalamientos de su abuelo. A Ramón le mentiría diciéndole que en sueño Piro Reynoso le había dado una botija:
-Eso sí, no se lo digas a nadie, a na-die.
-Despreocupa tío, que no se lo diré a nadie -y lo miró fijamente para repetir con su voz de adolescente-:a na-die, se lo juro por mi madrecita santísima.
Ambrosio añadió que esta misma noche iría a desenterrarla y quería que lo acompañara.
-¡Qué bueno!
El hombre pensó en Vale Pedro como el posible tercer acompañante, pero lo descartó de plano por ser, como su esposa, extremadamente indiscreto, a tal punto que afirmaba no ser baúl de nadie, por lo que en la práctica convertía la intimidad de los amigos en un secreto a voces y los chismes de los galleros en el obligado comentario del pueblo. Con él pensaba juntarse el domingo que viene en la gallera, y quizás ¿quién sabe? también lo gratificaría con el dinero de la botija. ¿Y entonces quién será la tercera persona en acompañarlo?
-Ah, eh…-Pensó, luego preguntó-:¿Tienes un amigo serio y discreto que nos pueda acompañar?
-¡Claro!
-¿Y quién?
-Tito.
-¿Tito? -De un vaso de hojalata que tenía en la mano bebió leche-.Aaah, Tito el de Chencha -lamió la que le quedaba en el bozo.
-Sí, ese mismo.
-Está bien -bebió más-, aunque no lo conozco a fondo lo creo un buen muchacho. Ahora eso sí: explícale que no debe decírselo a nadie, ¡a nadie! ¿comprendes?
-Comprendo, tío.
Cuando Ramón se lo informó, Tito vio el cielo abierto de par en par.
-¡Una botija! -vociferó-, ¡oooh seremos ricos, ricos! -y abriendo los brazos, mirando hacia arriba queriendo ver a Dios, repitió-: ¡Seremos ricos, ricos!
A partir de entonces, no volverían hablar de otro tema que no fuera del posible hallazgo de la botija, del futuro exitoso que les depararía, de la vida de ricos que se darían y todo gracias al oro, al oro de metal, a las morocotas de oro de la botija, oro, oro…seguro aparecerán más de mil libras de oro, seguro.
Sin embargo, en la noche, cuando fueron al sitio, como es sabido, no encontraron nada. Aunque sí, Ambrosio encontró muchas hormigas y carbones. Esa noche, él no durmió pensando dónde se equivocó, “¿dónde, Dios mío?”. E intentó memorizar los pasos indicados por el abuelo, pero por más que lo memorizaba, no alcanzaba a darse cuenta dónde estuvo el error, “¿por qué no aparecería a dos pasos de la cruz de la mata de mango?, ¿por qué?”. En la siguiente noche, después de las doce, volvería a intentarlo. Esta vez, Tito, aparte del foco, llevaría una pala y también un pico, y en una motocicleta Honda que cogió prestada, iría detrás de la Vespa de Ambrosio, quien llevaría en la parte de atrás a Ramón. Tito ya le había informado a Sofía lo de la botija, y había acordado, si la encontraba, convertirse en ganadero, y antes de casarse haría las paces con Sijo. Ramón, por igual, había hablado con Ana Silvia y acordado casarse con el dinero de la botija. Ambas parejas pensaban juntarse a celebrar el hallazgo en el Samoa Bar.
En el trayecto no tuvieron problemas en salvar las largas calles sin asfaltar que los separaban del lugar, viendo a lo lejos las gotas amarillentas de los pocos bombillos encendidos que sobresalían en las casitas de madera.
La ansiedad de riquezas y fortunas entrelazaba el pensamiento de los tres y hacía brillar sus caras. En menos de una hora alcanzaron el río, el cual cruzaron zigzagueando entre las piedras de la parte con menos agua. Luego subieron una lomita llena de yerbas, donde se detuvieron, no muy distantes de la mata de mango. Ésta era gigantesca y frondosa, con el tronco de más de un metro de diámetro.
Al desmontarse, Ambrosio extrañó la ausencia del zumbido de los grillos e inhaló un desagradable olor a ratón muerto. Con calma caminó hacia el árbol y le pidió a Tito que le alumbrara con el foco la cruz seca y envejecida del tronco.
-Ya, apágalo -ordenó cuando estuvo complacido.
Y al disponerse a dar los dos pasos fue que se dio cuenta del error: su abuelo había especificado que era de frente a la cruz, y él lo había dado de espalda. Así que un poco nervioso, lo dio según lo indicado, y prácticamente se paró en el mismo sitio hoyado, el cual había sido tapado y apisonado, y lo marcó con una raya hecha con el pie derecho. A Ramón le solicitó el pico y la pala y en lo que lo traía volvió a inhalar el desagradable olor a ratón muerto y a extrañar el zumbido de los grillos, el cual le restaba tensión a su alma ansiosa. Mirando en derredor detuvo su vista en los árboles que en medio de la oscuridad parecían personas impávidas, y al seguir, divisó una silueta blanca brillante sobre un terraplén bordeante al río, de la cual sobresalía un sombrero de Panamá y un revólver. Un poco asustado, dedujo que era el espíritu de su abuelo esperando hoy librarse de la pena.
-Mire tío -Ramón le pasó el pico y la pala.
En esta ocasión, Tito le aclaró:
-Ambrosio, antes de empezar es necesario que invoquemos a Dios.
-¿Qué invoquemos a Dios? -plegó la cara-. ¿Y para qué?
-Para que aleje de aquí las fuerzas del mal.
-Bueno -se rascó la cabeza calva-, empiezas tú.
-Hinquémonos y formemos una ronda.
Los tres se pusieron de rodillas, y Tito encendió una vela con un fósforo, y previo a centralizarla en la ronda, la invirtió para que escurriera cera. Luego la colocó encima de ella. La luz chisporroteaba en las caras.
El muchacho cerró los ojos para exclamar:
-Oh Dios de las alturas, hoy te invocamos a nombre de nuestra Virgen Santísima para que nos proteja de Satanás y nos ayudes a liberar de la pena a los espíritus guardianes de la botija. Te lo pedimos en nombre de tu hijo, nuestro señor Jesucristo que vino al mundo para librarnos de la esclavitud de los pecados. Con Él y en Él, con su honor y gloria aaamén.
-Amén -repitieron los demás.
Ambrosio, que no estuvo muy de acuerdo con la invocación por considerarla innecesaria, se levantó y le pidió a Tito:
-Prende el foco y alúmbrame aquí -señaló con la pala el área marcada con su pie derecho.
Cuando el otro intentaba localizarla con la luz, repitió:
-Aquí.-Y al verla añadió-: Bien, empecemos de una vez.
Antes de dar el primer picazo miró hacia donde estaba la silueta del abuelo, y como no la vio supuso que ésta se había ido porque estaba seguro de que la librarían de la pena. La silueta jamás reapareció.
A los veinte minutos irrumpió un rayo estridente que partió en dos un árbol a tres metros de la mata de mango e hizo caer a Ramón, quien había estado de pie, cerca de ellos para que no lo amonestaran por apartarse como la noche anterior.
-¡¿Te pasó algo?! -le preguntó Tito con la pala llena de tierra.
-¡No -se puso de pie como un autómata-, no me pasó nada!
-¡Aaah…! -Volvió a trabajar concentrado en el oro, seguro que aparecerán más de mil libras, seguro…
A Ramón le empezaron a temblar las piernas y por momentos el pecho, y después las manos y volvían las piernas, el pecho y las manos. Estos temblores eran los efectos de una inestabilidad muscular que padecía, la cual calmaba con una pastilla que dejó en la casa. De su interior expulsó una sensación enigmática, desesperante. Y en el cielo irrumpió por segunda vez otro rayo estridente, y él, aunque no se desplomó perdió fuerzas en sus piernas. A partir de ese instante dejó de interesarle la botija, pues necesitaba urgente regresar a la casa y beber la pastilla, de lo contrario podría hasta perder el conocimiento. “¿Y si decido marcharme?, ¿podría? ¿Podría irme y dejar aquí a Tito y Ambrosio? No, no; sé que no puedo”.
En el cielo los rayos relampagueantes empezaron a aparecer y a desaparecer en tantas direcciones que a él le pareció estar viendo mallas fluorescentes.
Hubo un instante en que tuvo la necesidad de sentarse y pensó hacerlo en un toconcito de enfrente, pero no pudo: los pies no les respondían. Viró su cara desfallecida hacia los que cavaban pensando pedirle ayuda, mas sintió que su organismo se paralizó por completo. En el cielo volvió a irrumpir, por tercera vez, otro rayo estridente, y Ramón se desplomó de nuevo como un árbol desforestado, y en esos precisos momentos Ambrosio le dio el primer picazo a una vasija y Tito a otra.
-¡Alto, un momento! -mandó Ambrosio sospechando el hallazgo-. Tito, busca el foco y alumbra aquí.
El muchacho obedeció con rapidez, y al fijar la luz en las vasijas partidas vio asombrado las morocotas de oro que habían saltado por doquier.
-¡La encontramos -gritó alzando la pala-, la encontramos, encontramos la botija!, ¡encontramos la botija!
-¡Ni cuánto oro Dios mío! -Ambrosio estaba en el límite de su alegría-, ¡ni cuánto! -y empezó a recogerlo con las manos y a ponerlo al borde de la fosa. Tito hizo lo mismo dejando el foco encendido sobre la superficie.
Ramón, en el suelo, ajeno a todo, muriendo de ansiedad pudo gritar en sollozos ahogados:
-¡Auxilio, auxilio, ayúdenme!
A Tito le pareció oírlo, por lo que lo alumbró con el foco.
-¡Oh, ¿y qué le pasó a Ramón?!- salió de la fosa, y corrió hacia él.
Lo mismo hizo Ambrosio exclamando:
-¡¿Qué te sucedió, Ramón?!
Tito intentó levantarlo.
-Ttengo que beberme uuna pastilla -masculló agonizando con la cara llena de tierra.
“Yo sé lo que le pasa”, se dijo Tito soltándolo, y miró a Ambrosio que también intentaba levantarlo. “Él va a morir porque uno de nosotros tenía que fallecer como pago al demonio por habernos dado la botija.”
-Lllevenme aa la casa -suspiró, siendo al fin levantado, tambaleante, por su tío.
-¡Ramón, Ramón! -aquél lo jamaqueó-. ¡¿Y qué es lo que te pasa?!
Tito sacó con cuidado un revólver que guardaba debajo de la camisa, y sin pensarlo dos veces le dio un balazo en la frente a Ambrosio. Éste cayó muerto al instante, y con él sus ilusiones de riquezas, de vender el oro conseguido, ya cuando en verdad había aparecido. Ramón entonces, producto del impacto del crimen, recobró vida en el acto:
-¡¿Qué hiciste maldito Jurón?! -exclamó con los ojos bien abiertos.
-Lo maté.
-¡¿Y por qué lo mataste coño?! -casi le entra a trompada.
-Pa’salvarte a ti.
-Pero tú si eres desgraciado -amagó con entrarle, pero el otro le pegó la luz del foco en la cara, y con el revólver sostenido en la mano derecha le apuntó.
-Óyeme bien, Ramón -le habló con firmeza-: Ya desenterramos la botija, por lo que si tú no lo sabías uno de nosotros tenía que morir como pago al demonio -hablaba apretando los dientes-. Y aparentemente el elegido fuiste tú, y para evitar eso maté a Ambrosio. ¡Lo maté para que el elegido fuera él y no tú! ¡¿Me entiendes?!
-¡Yo no entiendo na’ maldito loco! -el muchacho se disponía a írsele encima.
-Psss -vertical a los labios se puso el índice- Psss -apagó el foco-. Cállate -bajó el tono de voz-. ¿No oyes galopes de caballo?
-¡Yo no oigo na’ maldito Jurón! -le lanzó una trompada y el otro se echó a un lado, por lo que el puño golpeó el aire.
-Cálmate muchacho del Diablo. Baja la voz coño.-Tito no perdía el equilibrio, y con razón porque en efecto, por la vereda venían bajando dos hombres a todo el galope de sus caballos, los cuales ahora se escuchaban claramente-. Tú, ve escóndete allá, rápido -le ordenó, y le señaló unos matorrales, y él corrió hacia el lado opuesto.
Los hombres, jadeantes, se detuvieron al llegar. El más gordo ladeó su sombrero para decir:
-Alcalde, pero aquí no hay nadie.
-Eeeh -se bajó del caballo, y se dio el último trago del cuartillo de ron que cargaba-, Cuncún, te he dicho que nunca dudes de mis palabras. Si yo te digo que en este lugar hay alguien porque vi una luz prendida hay alguien -botó la botella- y además oí un tiro.
-Muuuh. -También se apeó.
-Cuncún, vas a seguir dudando de mis palabras.
-…
Los hombres empezaron a buscar a ese alguien, caminando cada uno por su lado, bordeando lomitas cubiertas de matorrales y matas de coco.
-¡Alcalde aquí hay un hombre! -exclamó al tropezar con el muerto. El alcalde se viró:
-Te dije que en este lugar había alguien ¿no? -Y fue rápidamente.
Próximo a la cara del caído, se agachó y prendió una encendedora:
-¡Pero es Ambrosio Reynoso, el de Francisco!
-Síí, y tiene la frente llena de sangre.
-Está muerto -se le apagó la encendedora. Se levantó y del suelo recogió un paquete de pencas secas de coco y le pegó fuego con la encendedora. Volvió a agacharse y las acercó al rostro-. Tiene un balazo en la frente.
El otro alzó la vista y vio el tumulto de tierra alrededor del hoyo. Musitó:
-Alcalde, ¿y qué es aquello que se ve allá? -lo señaló.
-Vamos a ver.
Y caminó con las pencas encendidas entre las manos. Los dos iban inmersos en interrogantes, contrarrestando lo resbaladizo del suelo. El alcalde llegó al canto de la fosa y alumbró su contenido:
-¡Pero…es una botija! -exclamó abriendo más los ojos, y Cuncún se tiró en el interior de la fosa.
-Así parece -se agachó y empezó a recoger con las manos las morocotas de oro diciendo-: ¡aquí si hay oro Dios mío!
Los caballos relincharon prolongadamente.
-Me pregunto si la muerte de Ambrosio tuvo que ver con esto -se le apagaron las pencas.
-No importa alcalde, vamos a llevarnos el oro, y cuando amanezca lo investigamos.
Volvieron a relinchar los caballos.
-Déjame buscar un saco que tengo en la silla para que lo eches ahí -se volvió, y Cuncún empezó a llenarse los bolsillos de morocotas, algunas de ellas sucias de tierra mojada: era la parte que no pensaba compartir con el alcalde.
Éste, en cambio, caminaba preocupado: “¿quién mataría a Ambrosio? ¿Y el hoyo?, ¿quién lo cavaría y dejaría dentro el tesoro…?” Y cómo que no creía o no quería creer lo de la botija. “¿No es posible que de una manera tan fácil nos hagamos ricos?”
Al volverse recogió mucho más pencas, las depositó al lado del hoyo, y les pegó fuego: el entorno se aclaró. A Cuncún le lanzó el saco:
-Ten -le dijo-, espero que lo llenes -y, al observar las morocotas que estaban del otro lado del borde agregó-: Detrás de ti hay más onzas de oro.
Cuncún se volteó, y feliz de la vida las introdujo en el saco.
En eso se acercó Tito, con sumo cuidado, aguantando la respiración. Sosteniendo su arma con firmeza, le disparó a corta distancia a Cuncún, quien cayó al sentir el paso volcánico de la bala por su vientre. Con rapidez, le tiró al alcalde, a quien le voló el sombrero. El hombre entonces sacó su pistola con más prontitud que Jesse James, y Tito erró el tercer disparo, no así su oponente que le perforó el pecho con dos proyectiles: Tito se desplomó sin fuerzas cerca del borde de la fosa.
-¡Alcalde estoy herido! -gimió Cuncún en el suelo-. ¡Venga, sáqueme de aquí rápido!
El alcalde, hirviendo de coraje, tomó del piso una de las pencas encendidas, y fue a ver al que le disparó.
-¡Alcalde me muero!, ¡por favor venga, sáqueme de aquí pronto!
Se agachó para alumbrarle la cara: “¿Y quién será este muchacho?”
-¡Alcalde…!
“¡Qué maldita vaina!”, se levantó y se le apagó la penca. “Déjame ir a ayudar a Cuncún”, la soltó.
Ramón aprovechó el momento para huir en dirección al río, pero el alcalde, que oyó los pasos, lo siguió a toda velocidad. Y aunque no lo visualizaba con claridad le disparó con éxito, y cuando la bala penetró por su espalda, Ramón cayó aparentando estar muerto.
-¡Alcalde…!
El hombre, transpirando, se detuvo frente al muchacho, y se agachó prendiendo la encendedora: “¿Y quién será este otro muchacho?”
-¡Alcalde…!
“Andaaa laaa mieeerda”, se levantó. “Déjame ir a ayudar a la gallina de Cuncún”. Y regresó confundido, “quizás no debí dispararle a este otro muchacho”, y al no ver los caballos supuso que huyeron despavoridos, “¿quién sabe el problema que todo esto me traerá?”
A un paso de la fosa, pensó recoger más pencas pues la balsa estaba muy debilitada, pero optó por ayudar a su amigo y se tiró de pie en el hoyo.
-Alcalde me muero -seguía Cuncún-, me muero alcalde.
Él lo levantó con esfuerzo, y el otro dejó caer de los bolsillos varias morocotas.
-Tú no te vas a morir -lo mantuvo de pie-. ¿Y dónde fue que te hirieron?
-Aquí -se quitó la mano ensangrentada de la cintura.
-No parece grave -mintió pues no podía ver su magnitud.
Y lo ayudó a subir a la superficie.
-¡Aay, aay me duele!, me duele la herida alcalde.
-Vamos Cuncún, déjate de ñoñerías que tú eres un hombre, coño.
Y casi se lo tiró al hombro para terminar de ayudarlo a salir, manando sangre y dejando caer más morocotas de los bolsillos.
-Alcalde -continuó, ahora tratando de pisar firme sobre la tierra-, recoja usted el oro antes de irnos.
-Pero tengo que llevarte urgente al hospital -lo agarró mejor.
-Olvídese del hospital por ahora y vaya, recoja el oro por favor.
-Está bien- lo soltó-. ¿Te puedes mantener de pie?
-Sí, creo que sí.
-Bueno…
Se volvió, y de los alrededores recogió más pencas secas y las tiró en la balsa preguntándose en qué terminará toda esta maldita vaina. Después entró al hoyo y empezó a introducir al saco las morocotas restantes. Éstas, a veces, la introducía junto con tierra mojada principalmente las de la segunda vasija. “¿Y por qué huiría el último muchacho?, ¿sería de los que desenterraron la botija? ¿Y a Ambrosio?, ¿quién lo mataría…?”
Tito abrió los ojos. En ningún momento estuvo inconsciente, más bien lo aparentó, y con un dolor intenso en el pecho irguió la cara lo más que pudo hacia el alcalde y recobró fuerzas. Con el revólver aún en la mano le disparó, y el soplo del proyectil traspasó el pecho del alcalde, quien antes de caer muerto sacó su pistola y le disparó con éxito a Tito en la cabeza, quien falleció enseguida.
Cuncún con su cara en el limbo y en extremo débil, balbució:
-Aaalcalde, ¿qqué pasó? -Veía borroso, y al no oír respuesta decidió caminar a duras penas, con la intención de verlo mejor. Intentándolo, cayó desmayado en el interior de la fosa, encima del cuerpo agonizante del alcalde. Moriría antes de que salieran los primeros rayos del sol. En lo adelante reinó un silencio profundo roto solo por el quiebre de las pencas encendidas. Ramón, vivo aún pero no por mucho tiempo, y acostado sobre las yerbas de la orilla del río, recordaba la voz de su madre: “Mi hijo, tengo malos presentimientos, ¿por qué no dejas ese viaje para después?”. “Ya te lo dije mamá: si no voy ahora moriré de ansiedad en este edificio”. “Tú sabes que cuando tengo malos presentimientos algo lamentable siempre sucede”. “Sí, mamá, yo sé que cuando tienes malos presentimientos por lo menos un muerto hay en la familia”.

Edwin Disla. Santo Domingo, 17 de marzo del 2002

1 comentario:

  1. ¡Waaooo! ¡Excelente! Gracias por compartirlo con los lectores de MEEC.

    Saludos,

    Fernan Ferreira.

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