lunes, 7 de enero de 2013
¿FE O INSTINTO DE CONSERVACIÓN?
LA FE MUEVE MONTAÑAS
Por el Dr. Guarionex A. Flores Liranzo
Cuantas veces he escuchado esta sentencia no dejo de recordar las numerosas ocasiones en que diversas casualidades propias y ajenas han confirmado la sabiduría que encierra. Pongo como ejemplo dos episodios en los que la fe fue puesta a prueba en la persona de dos niños en hechos separados.
El primer caso me tuvo a mí como protagonista una noche del año 1963, en momentos en que los cinco hermanos – yo el mayor, tenía once años y la menor, tres - nos preparábamos para ir a la cama. No era tarde, podría decir que serían apenas las 8:00, y mis padres hacía pocos minutos que habían salido en el auto a visitar al hermano mayor de mi papá. Nos habían dejado a cargo de mi tía Griselda y de la sirvienta, las cuales, siguiendo las instrucciones de mi madre, hacían que nos pusiéramos los pijamas antes de que nos quedásemos dormidos frente al televisor.
Durante esta operación yo me encontraba en la antesala de nuestra casa de un solo piso, cuya puerta, cerrada en ese momento, daba directamente a la marquesina donde mi padre estacionaba el Zephyr Six modelo 56.
La residencia familiar, ubicada en el barrio Matahambre, en ese entonces tenía el número 44 de la avenida Abraham Lincoln, en Santo Domingo, capital de la República Dominicana.
Hoy me pregunto el porqué yo estaba haciendo ese cambio de ropas en aquel lugar. Sólo sé que éramos un grupo de niños exteriorizando la consabida hiperactividad de antes de acostarse. Como no tenía ropa interior procuraba que no me vieran, ubicándome detrás de uno de los muebles. Fue entonces, justo cuando empezaba a subirme el pijama por debajo de las rodillas, que la tierra dejó escapar de sus entrañas un ruido horrible seguido de un fuerte temblor que llenó a todos de espanto, ya que todo se sacudía y caían y rompían algunos objetos. Mis hermanitas chillaban y mi tía y la sirvienta rogaban por la misericordia del cielo, exclamaciones que secundé repitiendo a viva voz con ellas:
¡¡Misericordia Señor!! ¡¡Misericordia Señor!!
Pasado el remezón, que pareció durar una eternidad, fui blanco de la burla de aquellas a quienes desobedecía continuamente, y que luego se solazaban contando con detalles cómo me subí a la mecedora de mi papá, con el pijama a medio camino y dándome golpes en el pecho. Estas mofas terminaban con el INRI: “Toʼ el malo, é pendejo”.
Años después, mientras le narraba este episodio a un condiscípulo en la universidad, éste me contó que aquel temblor no lo sobrellevó de una manera muy airosa tampoco, ya que se encontraba sentado en el inodoro, donde fueron a rescatarlo remolcándolo a toda velocidad rumbo a la calle con los pantalones bajos (infame coincidencia), rodando - sucio aun- sobre los patines que tenía puestos, por un interminable pasillo con muchos saltos de ladrillos desgastados, común a las viejas casas de la zona colonial de Santo Domingo.
…“con el piso de ladrillo, el aljibe y el parral”…, retrata un tango de Discépolo.
El segundo caso me fue narrado por mi amigo el Dr. Ysaac Heredia, cuya familia profesaba la fe de los Evangélicos, por cuya razón se encontraban una noche en un “culto”, cuando vivían en un pueblito cercano a Cotuí, de esas poblaciones que surgen a lo largo de una carretera. Cuenta Ysaac (entonces de unos doce años de edad), que todo transcurría en medio de las usuales invocaciones repetidas sin fin, las cuales alcanzaban un punto de acentuado volumen fervoroso cuando se apagó la luz, junto a un estruendo y un resplandor enceguecedor que venían de la calle a sus espaldas. Esto ocurrió justo cuando se invocaba con energía:
¡¡ Sí!! ¡¡ Ven Señor Jesús!!
Se produjo una estampida ante el convencimiento de que era llegado el momento tan largamente esperado, que nadie estaba dispuesto a que le pillara sentado a oscuras. Mi amigo relata, que su condición física le permitió pasar por encima de los que tropezaban y caían mientras ganaban la única puerta, la cual dejó atrás en tiempo que puede ser registrado como marca con obstáculos. Los aterrorizados fieles, cuando detuvieron su veloz carrera, entonces se enteraron que había explotado un transformador en un poste de electricidad situado a corta distancia del templo.
Concuerdo con que la fe mueve montañas, pero a algunos nos agiliza muchísimo más el instinto de conservación.
guarionexf@gmail.com
Enero de 2010
Por el Dr. Guarionex A. Flores Liranzo
Cuantas veces he escuchado esta sentencia no dejo de recordar las numerosas ocasiones en que diversas casualidades propias y ajenas han confirmado la sabiduría que encierra. Pongo como ejemplo dos episodios en los que la fe fue puesta a prueba en la persona de dos niños en hechos separados.
El primer caso me tuvo a mí como protagonista una noche del año 1963, en momentos en que los cinco hermanos – yo el mayor, tenía once años y la menor, tres - nos preparábamos para ir a la cama. No era tarde, podría decir que serían apenas las 8:00, y mis padres hacía pocos minutos que habían salido en el auto a visitar al hermano mayor de mi papá. Nos habían dejado a cargo de mi tía Griselda y de la sirvienta, las cuales, siguiendo las instrucciones de mi madre, hacían que nos pusiéramos los pijamas antes de que nos quedásemos dormidos frente al televisor.
Durante esta operación yo me encontraba en la antesala de nuestra casa de un solo piso, cuya puerta, cerrada en ese momento, daba directamente a la marquesina donde mi padre estacionaba el Zephyr Six modelo 56.
La residencia familiar, ubicada en el barrio Matahambre, en ese entonces tenía el número 44 de la avenida Abraham Lincoln, en Santo Domingo, capital de la República Dominicana.
Hoy me pregunto el porqué yo estaba haciendo ese cambio de ropas en aquel lugar. Sólo sé que éramos un grupo de niños exteriorizando la consabida hiperactividad de antes de acostarse. Como no tenía ropa interior procuraba que no me vieran, ubicándome detrás de uno de los muebles. Fue entonces, justo cuando empezaba a subirme el pijama por debajo de las rodillas, que la tierra dejó escapar de sus entrañas un ruido horrible seguido de un fuerte temblor que llenó a todos de espanto, ya que todo se sacudía y caían y rompían algunos objetos. Mis hermanitas chillaban y mi tía y la sirvienta rogaban por la misericordia del cielo, exclamaciones que secundé repitiendo a viva voz con ellas:
¡¡Misericordia Señor!! ¡¡Misericordia Señor!!
Pasado el remezón, que pareció durar una eternidad, fui blanco de la burla de aquellas a quienes desobedecía continuamente, y que luego se solazaban contando con detalles cómo me subí a la mecedora de mi papá, con el pijama a medio camino y dándome golpes en el pecho. Estas mofas terminaban con el INRI: “Toʼ el malo, é pendejo”.
Años después, mientras le narraba este episodio a un condiscípulo en la universidad, éste me contó que aquel temblor no lo sobrellevó de una manera muy airosa tampoco, ya que se encontraba sentado en el inodoro, donde fueron a rescatarlo remolcándolo a toda velocidad rumbo a la calle con los pantalones bajos (infame coincidencia), rodando - sucio aun- sobre los patines que tenía puestos, por un interminable pasillo con muchos saltos de ladrillos desgastados, común a las viejas casas de la zona colonial de Santo Domingo.
…“con el piso de ladrillo, el aljibe y el parral”…, retrata un tango de Discépolo.
El segundo caso me fue narrado por mi amigo el Dr. Ysaac Heredia, cuya familia profesaba la fe de los Evangélicos, por cuya razón se encontraban una noche en un “culto”, cuando vivían en un pueblito cercano a Cotuí, de esas poblaciones que surgen a lo largo de una carretera. Cuenta Ysaac (entonces de unos doce años de edad), que todo transcurría en medio de las usuales invocaciones repetidas sin fin, las cuales alcanzaban un punto de acentuado volumen fervoroso cuando se apagó la luz, junto a un estruendo y un resplandor enceguecedor que venían de la calle a sus espaldas. Esto ocurrió justo cuando se invocaba con energía:
¡¡ Sí!! ¡¡ Ven Señor Jesús!!
Se produjo una estampida ante el convencimiento de que era llegado el momento tan largamente esperado, que nadie estaba dispuesto a que le pillara sentado a oscuras. Mi amigo relata, que su condición física le permitió pasar por encima de los que tropezaban y caían mientras ganaban la única puerta, la cual dejó atrás en tiempo que puede ser registrado como marca con obstáculos. Los aterrorizados fieles, cuando detuvieron su veloz carrera, entonces se enteraron que había explotado un transformador en un poste de electricidad situado a corta distancia del templo.
Concuerdo con que la fe mueve montañas, pero a algunos nos agiliza muchísimo más el instinto de conservación.
guarionexf@gmail.com
Enero de 2010
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¡Muy bueno, Guaro! Este es para desternillarse de la risa, con sólo imaginar las tres situaciones: las dos primeras con los pantalones a "media asta" y el "juidero" de los presentes en el templo.
ResponderBorrarNo te pierdas por tanto tiempo. Tus lectores te echamos de menos.
Un abrazo,
Fernan Ferreira.