lunes, 7 de mayo de 2012
TERCER CAMINO
APENAS UN PRÉSTAMO
Por Lavinia del Villar
“Hijo es un ser que nos prestaron para un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos…” José Saramago
Ludovino, mi segundo hijo, tenía menos de tres años cuando se perdió en el Aeropuerto Kennedy. En un descuido mío se fue detrás de una niña, y caminó sin que pudiéramos encontrarlo, más de un kilómetro dentro de las encrucijadas de los edificios que se unen indefinidamente en una terminal.
Autoridades del puerto, policías y amigos nos ayudaban a buscarlo en un mar de gente que iba y venía con la prisa que nos da el temor de perder el vuelo.
Después de más de dos horas de angustia y desesperación, recibimos la buena noticia de que una azafata lo había detenido cuando pretendía entrar, después de haber burlado todos los chequeos, a un avión que volaría hacia Francia donde la niña iba con su madre. Los pensamientos de lo que pudo haber sido y no fue, no me abandonaron por mucho tiempo, hasta el punto que a mi esposo se le ocurrió comprar una correíta de la que se usan para caminar los perritos, así lo amarrábamos por un brazo cuando íbamos a salir, y encargábamos a José Mauricio, el mayor, de llevar la encomienda.
Desde aquel día, con correíta o sin ella, no soltaba mis hijos ni un momento en la calle, porque el efecto postraumático de madre descuidada, no me dejaba paz. Juraba que mi deber de madre era agarrar con fuerza lo que era mío, y decidir yo, todo lo relativo a esas vidas que me pertenecían por el hecho de haberlas traído al mundo. Hasta que un día al cruzar una calle con Aurora, la más pequeña de mis hijos, que en esos momentos tendría unos doce años, me pidió que la soltara, diciéndome que por si no me había dado cuenta, “Ya crecí, mami…” Esas palabras que calaron bien hondo en mis adentros, significaron el comienzo de la lucha más difícil que libramos en la relación madre-hijo: Dejar ir el niño para dar paso primero al adolescente, y luego al adulto. Me di cuenta que normalmente consideramos nuestros hijos como una propiedad privada que no solo debemos formar y proteger, sino también controlar y manejar. Por eso frecuentemente nos referimos a ellos con expresiones como, “me lo vacunaron”, “me le dio viruela”, “se me quemó en Matemáticas”, “se me gradúa”, “se me casa”…, donde “me” es sinónimo de pertenencia.
Entendí entonces que Dios pone estas criaturas en nuestras manos, para que al mismo tiempo que las guiemos, aprendamos a ser mejores personas, y para que enseñándoles el camino del bien y del mal, encontremos nosotros el tercer camino. Comprendí también que Él quiere que aceptemos que los hijos no son nuestros, sino que son… apenas un préstamo.
Por Lavinia del Villar
“Hijo es un ser que nos prestaron para un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos…” José Saramago
Ludovino, mi segundo hijo, tenía menos de tres años cuando se perdió en el Aeropuerto Kennedy. En un descuido mío se fue detrás de una niña, y caminó sin que pudiéramos encontrarlo, más de un kilómetro dentro de las encrucijadas de los edificios que se unen indefinidamente en una terminal.
Autoridades del puerto, policías y amigos nos ayudaban a buscarlo en un mar de gente que iba y venía con la prisa que nos da el temor de perder el vuelo.
Después de más de dos horas de angustia y desesperación, recibimos la buena noticia de que una azafata lo había detenido cuando pretendía entrar, después de haber burlado todos los chequeos, a un avión que volaría hacia Francia donde la niña iba con su madre. Los pensamientos de lo que pudo haber sido y no fue, no me abandonaron por mucho tiempo, hasta el punto que a mi esposo se le ocurrió comprar una correíta de la que se usan para caminar los perritos, así lo amarrábamos por un brazo cuando íbamos a salir, y encargábamos a José Mauricio, el mayor, de llevar la encomienda.
Desde aquel día, con correíta o sin ella, no soltaba mis hijos ni un momento en la calle, porque el efecto postraumático de madre descuidada, no me dejaba paz. Juraba que mi deber de madre era agarrar con fuerza lo que era mío, y decidir yo, todo lo relativo a esas vidas que me pertenecían por el hecho de haberlas traído al mundo. Hasta que un día al cruzar una calle con Aurora, la más pequeña de mis hijos, que en esos momentos tendría unos doce años, me pidió que la soltara, diciéndome que por si no me había dado cuenta, “Ya crecí, mami…” Esas palabras que calaron bien hondo en mis adentros, significaron el comienzo de la lucha más difícil que libramos en la relación madre-hijo: Dejar ir el niño para dar paso primero al adolescente, y luego al adulto. Me di cuenta que normalmente consideramos nuestros hijos como una propiedad privada que no solo debemos formar y proteger, sino también controlar y manejar. Por eso frecuentemente nos referimos a ellos con expresiones como, “me lo vacunaron”, “me le dio viruela”, “se me quemó en Matemáticas”, “se me gradúa”, “se me casa”…, donde “me” es sinónimo de pertenencia.
Entendí entonces que Dios pone estas criaturas en nuestras manos, para que al mismo tiempo que las guiemos, aprendamos a ser mejores personas, y para que enseñándoles el camino del bien y del mal, encontremos nosotros el tercer camino. Comprendí también que Él quiere que aceptemos que los hijos no son nuestros, sino que son… apenas un préstamo.
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Doñita,
ResponderBorrarGracias por otra reflexión llena de lecciones. Creo que fue usted quien me envió una canción hermosísima que trata del tema de que debemos estar preparados para dejar partir ciertas personas y cosas de nuestras vidas (You can let go now Daddy)... http://www.youtube.com/watch?v=9VaTDvBo_zI