viernes, 24 de junio de 2011
EL PARTO
Por Dr. Guarionex A. Flores Liranzo
En horas de la madrugada Cea y Guarionex fueron despertados por un toque discreto en la ventana de madera del dormitorio, que daba a la acera. Se oyó en voz baja un hombre que dijo:
“- Doctor. Doctor...Que vaya, que La Morena ya está de parto. - ”
- Espérame. Ya salgo, contestó el médico.-
Eran las tres. Se levantó a oscuras y orinó en la bacinilla (en aquellos años de los 1950s la mayoría de las casas tenían una letrina en el patio, donde se vaciaban las tazas de noche al amanecer). Se vistió y tomó el maletín que estaba sobre una silla junto a la puerta de la calle. La única luz en toda la región era la de millones de estrellas. Los dos hombres caminaron en silencio a través de las calles desiertas y sin peligro si no se era enemigo del Trujillato. Tomaron la calle Presidente Trujillo y pasaron primero por uno de los lados del parque, donde un par de locos o desahuciados dormían en sendos bancos de granito con los nombres de quienes los habían donado. Tres o cuatro cuadras más, y ya estaban en el barrio entonces conocido como Sibila, mayormente habitado por la clase obrera de Mao. Cruzaron el puente sobre el Canal Mayor. Cinco cuadras más adelante doblaron a la izquierda en una calle de tierra y llegaron a la humilde vivienda. El hombre empujó la puerta entreabierta y en la salita se puso de pie la suegra del tipo, el cual se sentó a su vez mientras la viejita se llevaba la luz abriéndole paso al doctor hacia una habitación. A esta había traído dos pequeñas mesas, una de ellas con una ponchera con agua y un pedazo de jabón. En la otra despedía vapor otra ponchera con agua caliente. La parturienta, al ver su doctor, con su rostro sudoroso le dirigió una breve sonrisa entre los jadeos de un pujo. El médico intercambió unas breves palabras con su comadrona de confianza mientras abría el maletín, del cual sacó un par de frascos, una cajita metálica con jeringuillas y un paquete pequeño conteniendo lienzos y unos cuantos instrumentos esterilizados, que colocó y abrió en una esquina de la cama. Se lavó las manos con el jabón de cuaba y las secó con la toalla limpia que le entregó la abuela. Se colocó unos guantes entalcados de látex marrón que casi le llegaban a los codos y se sentó en una silla frente al costado derecho de la cama. La mujer había sido acomodada sobre una lámina de hule enfrentando con su parte inferior al médico, el cual desinfectó con yodo la zona genital. Luego de dos contracciones asomó la cabeza de la criatura.
Con el dominio que daba haber parido cinco muchachos, la fuerte mujer, con la siguiente contracción pujó e hizo que salieran los hombros y ya está. Nació una bebita que, tan pronto el médico pinzó y cortó el cordón umbilical, fue tomada por la comadrona con una toalla, llevándosela cerca de una de las dos jumeadoras mientras le aspiraba las secreciones con una perita de goma. La beba gritó con fuerza, llanto que fue escuchado por los vecinos, alertados desde antes por el movimiento y el ladrido de los perros. Mientras el médico se aseguraba de la expulsión completa de la placenta y que el útero se hubiese recogido como una bola de softball, su asistente ataba el cordón umbilical de la bebita y le aplicaba alcohol. A seguidas el médico le hizo una rápida inspección de reflejos, ojos, oídos, nariz, boca, deditos, ano, genitales: todo bien. La comadrona aseó someramente la niña con un paño humedecido en agua tibia, le puso un pañal y la ropita. La acercó a la madre para que la viera y la pasó entonces a los amorosos brazos de la abuela. El médico aplicó a la madre una inyección intramuscular de ergonovina para sostener la contracción hemostática del útero.
Confirmado que no había sangrado anormal, lavó sus guantes en una de las poncheras, los secó y guardó en un rincón del maletín, para ser completada luego su limpieza y re-esterilización. Luego de dar algunas instrucciones se despidió feliz porque las cosas fueron bien para su paciente. Quedó allí la comadrona, a la cual “le salía” desayuno, pues ya estaba amaneciendo y era como de la familia.
Los honorarios por la atención del embarazo y el parto eran cinco pesos en la década de los cincuenta del siglo veinte. La comadrona cobraba medio peso, a los que añadía veinticinco centavos por “abrirle” las orejas a las niñas, dejando en sus lobulitos un hilo con un nudo, anticipo del aretito de oro, que quizás algún día llegará.
En horas de la madrugada Cea y Guarionex fueron despertados por un toque discreto en la ventana de madera del dormitorio, que daba a la acera. Se oyó en voz baja un hombre que dijo:
“- Doctor. Doctor...Que vaya, que La Morena ya está de parto. - ”
- Espérame. Ya salgo, contestó el médico.-
Eran las tres. Se levantó a oscuras y orinó en la bacinilla (en aquellos años de los 1950s la mayoría de las casas tenían una letrina en el patio, donde se vaciaban las tazas de noche al amanecer). Se vistió y tomó el maletín que estaba sobre una silla junto a la puerta de la calle. La única luz en toda la región era la de millones de estrellas. Los dos hombres caminaron en silencio a través de las calles desiertas y sin peligro si no se era enemigo del Trujillato. Tomaron la calle Presidente Trujillo y pasaron primero por uno de los lados del parque, donde un par de locos o desahuciados dormían en sendos bancos de granito con los nombres de quienes los habían donado. Tres o cuatro cuadras más, y ya estaban en el barrio entonces conocido como Sibila, mayormente habitado por la clase obrera de Mao. Cruzaron el puente sobre el Canal Mayor. Cinco cuadras más adelante doblaron a la izquierda en una calle de tierra y llegaron a la humilde vivienda. El hombre empujó la puerta entreabierta y en la salita se puso de pie la suegra del tipo, el cual se sentó a su vez mientras la viejita se llevaba la luz abriéndole paso al doctor hacia una habitación. A esta había traído dos pequeñas mesas, una de ellas con una ponchera con agua y un pedazo de jabón. En la otra despedía vapor otra ponchera con agua caliente. La parturienta, al ver su doctor, con su rostro sudoroso le dirigió una breve sonrisa entre los jadeos de un pujo. El médico intercambió unas breves palabras con su comadrona de confianza mientras abría el maletín, del cual sacó un par de frascos, una cajita metálica con jeringuillas y un paquete pequeño conteniendo lienzos y unos cuantos instrumentos esterilizados, que colocó y abrió en una esquina de la cama. Se lavó las manos con el jabón de cuaba y las secó con la toalla limpia que le entregó la abuela. Se colocó unos guantes entalcados de látex marrón que casi le llegaban a los codos y se sentó en una silla frente al costado derecho de la cama. La mujer había sido acomodada sobre una lámina de hule enfrentando con su parte inferior al médico, el cual desinfectó con yodo la zona genital. Luego de dos contracciones asomó la cabeza de la criatura.
Con el dominio que daba haber parido cinco muchachos, la fuerte mujer, con la siguiente contracción pujó e hizo que salieran los hombros y ya está. Nació una bebita que, tan pronto el médico pinzó y cortó el cordón umbilical, fue tomada por la comadrona con una toalla, llevándosela cerca de una de las dos jumeadoras mientras le aspiraba las secreciones con una perita de goma. La beba gritó con fuerza, llanto que fue escuchado por los vecinos, alertados desde antes por el movimiento y el ladrido de los perros. Mientras el médico se aseguraba de la expulsión completa de la placenta y que el útero se hubiese recogido como una bola de softball, su asistente ataba el cordón umbilical de la bebita y le aplicaba alcohol. A seguidas el médico le hizo una rápida inspección de reflejos, ojos, oídos, nariz, boca, deditos, ano, genitales: todo bien. La comadrona aseó someramente la niña con un paño humedecido en agua tibia, le puso un pañal y la ropita. La acercó a la madre para que la viera y la pasó entonces a los amorosos brazos de la abuela. El médico aplicó a la madre una inyección intramuscular de ergonovina para sostener la contracción hemostática del útero.
Confirmado que no había sangrado anormal, lavó sus guantes en una de las poncheras, los secó y guardó en un rincón del maletín, para ser completada luego su limpieza y re-esterilización. Luego de dar algunas instrucciones se despidió feliz porque las cosas fueron bien para su paciente. Quedó allí la comadrona, a la cual “le salía” desayuno, pues ya estaba amaneciendo y era como de la familia.
Los honorarios por la atención del embarazo y el parto eran cinco pesos en la década de los cincuenta del siglo veinte. La comadrona cobraba medio peso, a los que añadía veinticinco centavos por “abrirle” las orejas a las niñas, dejando en sus lobulitos un hilo con un nudo, anticipo del aretito de oro, que quizás algún día llegará.
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!Ay Isaias, tiempos aquellos.
ResponderBorrarMonchy.
Guarionex: Has descrito al verdadero médico guiado por el "Juramento Hipocrático", Cuantos necesitamos de estos para esta época.
ResponderBorrarUn relato preciso.
gracias
Manito
Excelente narración mi estimado Dr. Flores!!
ResponderBorrarSu descriptiva es rica en detalles y pormenores, usted luce todo un escritor. La narrativa del parto remontó mi mente a la época en que la mayoría de nuestras madres eran asistidas por comadronas, en el momento del parto.
De ocho hijos que tiene mi querida madre, el nacimiento de siete de nosotros fue asistido por la fenecida Dona Fefita (QEPD), excelente y famosa comadrona del pueblo.
Con afecto y estima,
Diómedes Rodríguez