viernes, 19 de agosto de 2011
LE ASEGURO QUE ASÍ FUE...
NICO, INSTRUMENTO DIVINO
Por Dr. Guarionex Flores Liranzo
Si bien las almas perdieron un ángel custodio, el pueblo ganó un tremendo cirujano.
Aquel 24 de octubre del 1960, dia de San Rafael arcángel, mi amigo Nico se levantó más temprano que de costumbre, pues tenía un encuentro con la historia en su San Francisco de Macorís natal. Desayunó a las 7:00AM. A media mañana iría a la iglesia católica del pueblo. Se trataba del dia del santo del perínclito varón Doctor Rafael Leónidas Trujillo Molina, Benefactor y Padre de la Patria Nueva, títulos principales con los que sus muchos -nuevos y viejos- lambiscones le habían elevado al pedestal donde se regodeaba disfrutando el saberse amo y señor del pequeño país caribeño que gobernaba con puño de hierro desde 1930.
La fecha constituía una doble señalización, política y religiosa, en un país donde era costumbre poner al recién nacido el nombre del santo correspondiente al dia de su llegada a este mundo, tomado del nutrido listado de la iglesia católica, con sus santos, santas, mártires, ángeles, beatos, papas, etc. De ahí que, como el Jefe había firmado con El Vaticano un concordato para que dicha iglesia rigiera como religión oficial del Estado Dominicano, todos los calendarios tenían el Santoral impreso “al dorso” de la hoja de cada mes. Nos podríamos extender innecesariamente relatando las desgracias de tantas personas que han recibido nombres rarísimos por culpa de esa costumbre, anterior a Trujillo es justo decir. Es entendible que en la Era de Trujillo se pusiera a muchos niños como nombres Rafael y Rafaela aunque no nacieran en la fecha que nos ocupa. De muestra, tengo dos tios paternos, hombre y mujer, que llevaban dichos nombres.
Luego de bañarse, Nico se puso sus mejores galas para dirigirse con su mamá hacia la iglesia del pueblo, distante apenas dos cuadras, frente al parque. Nico, con diez años de edad, se había iniciado como monaguillo luego de recibir la Primera Comunión en el mes de mayo de ese mismo año.
La ocasión era de consabida importancia, y el destino quiso que le tocara a mi amigo tan brillante oportunidad de asistir al padre Epifanio en dicha misa, debido a que el viejo monaguillo, Melchor, se encontraba enfermo de erisipela. El muchacho se encargó de dar las campanadas de media hora, un cuarto de hora y la del comienzo del servicio.
Nico entró y se dirigió, luego de persignarse haciendo una leve genuflexión, a la sacristía, donde se puso la toga de blanco impecable que su progenitora le entregara a un paso de la entrada principal.
El padre Epifanio se encontraba sentado en un sillón rezando el rosario, vistiendo sotana negra y zapatos de charol. Con los ojos entrecerrados, no puso atención a Nico, quien se encaminó directo a preparar el incensario, el cual llevó por una puerta de acceso privado hacia una especie de zaguán donde una beata disponía con antelación un fogón, de cuyas brasas llenó la mitad del artificio con un cucharón ennegrecido. Regresó a la sacristía, para dejar el incensario en un rincón, y sobre una mesita colocó la caja del incienso, el cual se añadiría encima de las brasas al comienzo del oficio. Aunque no tenía baño de plata como el de la Catedral de Ciudad Trujillo, aquel incensario de alpaca tenía toda la majestuosidad que puede esperarse de una artesanía destinada al sagrado oficio.
Nico tenía bien estudiado el funcionamiento del aparato, con sus tres cadenitas, mas la del control de la tapa ventilación.
Faltando veinte minutos para la misa ya se encontraban sentados en los primeros bancos de la doble hilera todas las autoridades civiles y militares, es decir, el gobernador provincial, los coroneles, funcionarios de diversa jerarquía, maestros, médicos, comerciantes y pueblo en general. Todos vestidos con corrección. Los hombres, de saco y corbata, tenían los sombreros y kepis al lado o en el reclinatorio. Las mujeres, con sus mejores vestidos y tocadas todas con mantillas de calidad variable, se refrescaban con finos abanicos españoles de concha las mas pudientes, mientras otras agitaban abanicos de cartón y mango de madera dados como propaganda por las farmacias del pueblo.
Ya el padre Epifanio se había colocado encima la ropa litúrgica con ayuda de Nico, quien finalizada esta tarea trajo el incensario, al cual accionó la cadenita que servía para elevar la tapa, para que el cura cebara con una cucharita el incienso. El reloj del ayuntamiento dejó escuchar del otro lado del parque diez campanadas. Entonces, seguido por Nico, el cura se dirigió hacia el altar por el acceso derecho en el momento en que el coro iniciaba sus cánticos. Todos se levantaron de sus asientos. Mi amigo apenas se veía entre la nube de humo que le precedía, en su papel de acólito turiferario. Doña Alida no cabía de gozo al ver a su vástago en esa entrada triunfal y, con maternal ilusión, lo idealizaba como un futuro arzobispo metropolitano.
La misa, celebrada en latín y con el cura de espaldas al público, transcurrió en normalidad. Nico decía su parte sin equivocarse y llevaba todos los pasos correspondientes a su papel. Todo bien hasta que fue por el incensario, el cual movía como péndulo, tal como había observado al viejo Melchor. Los movimientos rutinarios no hubiesen ocasionado ningún percance, pero a Nico se le ocurrió ensayar una maniobra de alta pericia que consistía en balancear ampliamente el incensario en dirección de la feligresía, con tal energía y mala suerte que golpeó el suelo en el segundo envión, produciéndose un escape del contenido, que roció con fuego a todo el que se encontraba en las primeras cinco filas. Es de imaginarse el efecto de aquella ígnea lluvia sobre cabezas con y sin pelo, mantillas y moños acicalados; y la ropa, ya que algunas brasas lograron ganar lugares difíciles de alcanzar luego de deslizarse por dentro de algunos cuellos, escotes y bolsillos. El tumulto fue inmediato, sobre todo por el espanto de los que estaban detrás, pues la gente de cierta edad recordaba el terremoto del 1946, y creyendo que era que la tierra estaba temblando, huyeron en tropel hasta el centro del parque, contagiando con su pánico a los limosneros, limpiabotas, cocheros y caballos congregados en los alrededores del templo.
Allí terminó la corta carrera eclesiástica de mi amigo Nico (hoy, un destacado médico cirujano), y también fue la última misa en San Francisco de Macorís donde se alabó, más que al arcángel Rafael, al demonio de San Cristobal, el cual es sabido fue muerto siete meses después.
Por Dr. Guarionex Flores Liranzo
Si bien las almas perdieron un ángel custodio, el pueblo ganó un tremendo cirujano.
Aquel 24 de octubre del 1960, dia de San Rafael arcángel, mi amigo Nico se levantó más temprano que de costumbre, pues tenía un encuentro con la historia en su San Francisco de Macorís natal. Desayunó a las 7:00AM. A media mañana iría a la iglesia católica del pueblo. Se trataba del dia del santo del perínclito varón Doctor Rafael Leónidas Trujillo Molina, Benefactor y Padre de la Patria Nueva, títulos principales con los que sus muchos -nuevos y viejos- lambiscones le habían elevado al pedestal donde se regodeaba disfrutando el saberse amo y señor del pequeño país caribeño que gobernaba con puño de hierro desde 1930.
La fecha constituía una doble señalización, política y religiosa, en un país donde era costumbre poner al recién nacido el nombre del santo correspondiente al dia de su llegada a este mundo, tomado del nutrido listado de la iglesia católica, con sus santos, santas, mártires, ángeles, beatos, papas, etc. De ahí que, como el Jefe había firmado con El Vaticano un concordato para que dicha iglesia rigiera como religión oficial del Estado Dominicano, todos los calendarios tenían el Santoral impreso “al dorso” de la hoja de cada mes. Nos podríamos extender innecesariamente relatando las desgracias de tantas personas que han recibido nombres rarísimos por culpa de esa costumbre, anterior a Trujillo es justo decir. Es entendible que en la Era de Trujillo se pusiera a muchos niños como nombres Rafael y Rafaela aunque no nacieran en la fecha que nos ocupa. De muestra, tengo dos tios paternos, hombre y mujer, que llevaban dichos nombres.
Luego de bañarse, Nico se puso sus mejores galas para dirigirse con su mamá hacia la iglesia del pueblo, distante apenas dos cuadras, frente al parque. Nico, con diez años de edad, se había iniciado como monaguillo luego de recibir la Primera Comunión en el mes de mayo de ese mismo año.
La ocasión era de consabida importancia, y el destino quiso que le tocara a mi amigo tan brillante oportunidad de asistir al padre Epifanio en dicha misa, debido a que el viejo monaguillo, Melchor, se encontraba enfermo de erisipela. El muchacho se encargó de dar las campanadas de media hora, un cuarto de hora y la del comienzo del servicio.
Nico entró y se dirigió, luego de persignarse haciendo una leve genuflexión, a la sacristía, donde se puso la toga de blanco impecable que su progenitora le entregara a un paso de la entrada principal.
El padre Epifanio se encontraba sentado en un sillón rezando el rosario, vistiendo sotana negra y zapatos de charol. Con los ojos entrecerrados, no puso atención a Nico, quien se encaminó directo a preparar el incensario, el cual llevó por una puerta de acceso privado hacia una especie de zaguán donde una beata disponía con antelación un fogón, de cuyas brasas llenó la mitad del artificio con un cucharón ennegrecido. Regresó a la sacristía, para dejar el incensario en un rincón, y sobre una mesita colocó la caja del incienso, el cual se añadiría encima de las brasas al comienzo del oficio. Aunque no tenía baño de plata como el de la Catedral de Ciudad Trujillo, aquel incensario de alpaca tenía toda la majestuosidad que puede esperarse de una artesanía destinada al sagrado oficio.
Nico tenía bien estudiado el funcionamiento del aparato, con sus tres cadenitas, mas la del control de la tapa ventilación.
Faltando veinte minutos para la misa ya se encontraban sentados en los primeros bancos de la doble hilera todas las autoridades civiles y militares, es decir, el gobernador provincial, los coroneles, funcionarios de diversa jerarquía, maestros, médicos, comerciantes y pueblo en general. Todos vestidos con corrección. Los hombres, de saco y corbata, tenían los sombreros y kepis al lado o en el reclinatorio. Las mujeres, con sus mejores vestidos y tocadas todas con mantillas de calidad variable, se refrescaban con finos abanicos españoles de concha las mas pudientes, mientras otras agitaban abanicos de cartón y mango de madera dados como propaganda por las farmacias del pueblo.
Ya el padre Epifanio se había colocado encima la ropa litúrgica con ayuda de Nico, quien finalizada esta tarea trajo el incensario, al cual accionó la cadenita que servía para elevar la tapa, para que el cura cebara con una cucharita el incienso. El reloj del ayuntamiento dejó escuchar del otro lado del parque diez campanadas. Entonces, seguido por Nico, el cura se dirigió hacia el altar por el acceso derecho en el momento en que el coro iniciaba sus cánticos. Todos se levantaron de sus asientos. Mi amigo apenas se veía entre la nube de humo que le precedía, en su papel de acólito turiferario. Doña Alida no cabía de gozo al ver a su vástago en esa entrada triunfal y, con maternal ilusión, lo idealizaba como un futuro arzobispo metropolitano.
La misa, celebrada en latín y con el cura de espaldas al público, transcurrió en normalidad. Nico decía su parte sin equivocarse y llevaba todos los pasos correspondientes a su papel. Todo bien hasta que fue por el incensario, el cual movía como péndulo, tal como había observado al viejo Melchor. Los movimientos rutinarios no hubiesen ocasionado ningún percance, pero a Nico se le ocurrió ensayar una maniobra de alta pericia que consistía en balancear ampliamente el incensario en dirección de la feligresía, con tal energía y mala suerte que golpeó el suelo en el segundo envión, produciéndose un escape del contenido, que roció con fuego a todo el que se encontraba en las primeras cinco filas. Es de imaginarse el efecto de aquella ígnea lluvia sobre cabezas con y sin pelo, mantillas y moños acicalados; y la ropa, ya que algunas brasas lograron ganar lugares difíciles de alcanzar luego de deslizarse por dentro de algunos cuellos, escotes y bolsillos. El tumulto fue inmediato, sobre todo por el espanto de los que estaban detrás, pues la gente de cierta edad recordaba el terremoto del 1946, y creyendo que era que la tierra estaba temblando, huyeron en tropel hasta el centro del parque, contagiando con su pánico a los limosneros, limpiabotas, cocheros y caballos congregados en los alrededores del templo.
Allí terminó la corta carrera eclesiástica de mi amigo Nico (hoy, un destacado médico cirujano), y también fue la última misa en San Francisco de Macorís donde se alabó, más que al arcángel Rafael, al demonio de San Cristobal, el cual es sabido fue muerto siete meses después.
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Excelente narrativa, Guarionex. Estoy convencido de que algunos colaboradores de MEEC equivocaron su profesión, para suerte de García Marquez, Isabel Allende, Paulo Coelho y otros laureados escritores latino americanos de clase mundial.
ResponderBorrarUn abrazo,
Fernan Ferreira.
Gracias Guarionex por ese relato excelente. Tremenda narrativa.
ResponderBorrarIsaías
Si, el Dr guarionex es tan habilidoso con la pluma que escribe y con el vituris en la mano, debe ser motivo de elogios. Describe el tema como si un estuviéramos viendo en un rodaje. De veras Dr. nos deleita con sescripciones tan claras y llena de contenido. Lo felicito Dr.
ResponderBorrarAfectos de Ley S.