domingo, 10 de febrero de 2013
LA CUENTA DEL REZADOR
Por el Dr. Guarionex A. Flores L., enero 2010
Domingo “El suave” era el zapatero remendón de Matahambre, el barrio donde crecí, en las afueras del Santo Domingo de la década de 1960. Era considerado como un habitante más aunque no tenía domicilio en el mismo. Se le veía llegar temprano, a eso de las 7:00 AM, pedaleando parsimoniosamente desde un barrio de la parte alta una bicicleta Rudge de tres velocidades, la cual despertaba la admiración de todo el que la observara porque estaba siempre impecable y con profusión de adornos, de los cuales tenía que estar muy pendiente, ya que los mozalbetes codiciábamos sobre todo sus numerosos anillos abiertos de acero, fáciles de distraer. Tenía en cada lado del manubrio un espejo retrovisor, y de los extremos de las empuñaduras colgaban una especie de rabos como de animales. Un timbre reluciente estaba próximo a la empuñadura izquierda. Estaba dotada de una dínamo incorporada al eje de la rueda delantera, para dar energía al foco frontal y a la luz roja trasera, y tenía una especie de cajuela con candado detrás del sillín, aparte de un asiento trasero. Las bandas blancas de las ruedas siempre estaban impolutas. Podría definirse como un Cadillac entre las bicicletas, y era un legítimo orgullo para su dueño.
Domingo “El suave” era muy cuidadoso de su vehículo y vestimenta. Recuerdo haberle visto más de una vez en su bicicleta llevando saco y corbata, y lentes oscuros. Era un hombre alto, de raza negra, y usaba una gorra sin visera, de esas algo achatadas delante, de las que usan los soneros. Debía frisar los cuarenta y tantos años, y al andar y moverse, lo hacía arrastrando los pies con pasos cortos y una mesura que hacían gala a su apodo. En su cara destacaba un bigotito fino. Una discreta prominencia del labio inferior contribuía a acentuar la deficiencia en el mentón que parecía deberse a la ausencia de numerosas piezas dentarias. Este último detalle se hacía notar cuando abría la boca, en la que se observaban unas encías de color rosado intenso. Cuando “El suave” llegaba a su taller pasaba a la parte trasera (donde tenía un camastro para siestear) y se cambiaba las ropas por unos andrajos, una suerte de delantal, y las chancletas con que echaba el día. El lugar era un tugurio minúsculo construido con materiales ligeros de desecho. En varias ocasiones mi madre me mandó a llevarle algún zapato para reparar, y por lo regular nunca quedaba satisfecha con los resultados ni con el precio. A “El suave” no le gustaba que los muchachos estuviésemos mirando su labor y creo que intuía que le observábamos para después imitar su forma de hablar y andar.
Aparte de su oficio manual, Domingo “El suave” era un reputado rezador, y también era requerido para que controlara a Minino, el loco del barrio, cuando tenía sus ataques de luna llena, al cual “ensalmaba” con un ramo de guayaba y una ramita de ruda. En la vertiente de sus habilidades como rezador se le contrataba para la “velación” cuando alguien moría en el barrio. Es de recordar que era costumbre velar los muertos en su casa, o en la de algún vecino piadoso, donde podían seguirse los rezos de los nueve días. Estos usos ya sólo son un recuerdo de una ciudad con periferia de aldea.
Una peculiaridad de “El suave,” muy acorde con su dualidad de zapatero y rezador, era la de disfrutar de los tragos frecuentes de ron fuerte.
Finalizamos esta breve semblanza de tan pintoresco personaje con una anécdota que me relatara mi sobrino David, y que tuvo como protagonista a nuestro inolvidable remendón muchos años después de mis remembranzas. Sucedió que “El suave” fue contratado para los nueve días de un señor mayor de las cercanías, y para tales fines se hizo acompañar de su ayudante en labores de rezos, el cual sentaba a su lado derecho y estaba encargado de llevar la coordinación de aquellas partes de las oraciones y rogativas que corresponden a las réplicas de los concurrentes. En el primer día de la actividad, y para lubricar la tarea (que se llevaba a cabo en la marquesina de la casa), el contratador de los rezos había traído una media botella de ron, la cual “El suave” apenas había destapado para brindarle al muerto, arrojando de la cavidad de la tapa una simbólica y muy medida ración hacia atrás, por encima de su hombro izquierdo, colocando el ron de inmediato en el piso entre él y su asistente. Estaba a la espera de una réplica lo suficientemente prolongada para pegarse el primer petacazo, cuando advirtió con el rabillo del ojo que su socio había sorbido un par de tragos en menos de cinco minutos, y cuando se inclinaba para repetir, con un rápido movimiento el rezador cambió el pote hacia el lado opuesto, mientras le increpaba por lo bajo: ¡¡Ya se ha pegáo DOS veces!!
Domingo “El suave” era el zapatero remendón de Matahambre, el barrio donde crecí, en las afueras del Santo Domingo de la década de 1960. Era considerado como un habitante más aunque no tenía domicilio en el mismo. Se le veía llegar temprano, a eso de las 7:00 AM, pedaleando parsimoniosamente desde un barrio de la parte alta una bicicleta Rudge de tres velocidades, la cual despertaba la admiración de todo el que la observara porque estaba siempre impecable y con profusión de adornos, de los cuales tenía que estar muy pendiente, ya que los mozalbetes codiciábamos sobre todo sus numerosos anillos abiertos de acero, fáciles de distraer. Tenía en cada lado del manubrio un espejo retrovisor, y de los extremos de las empuñaduras colgaban una especie de rabos como de animales. Un timbre reluciente estaba próximo a la empuñadura izquierda. Estaba dotada de una dínamo incorporada al eje de la rueda delantera, para dar energía al foco frontal y a la luz roja trasera, y tenía una especie de cajuela con candado detrás del sillín, aparte de un asiento trasero. Las bandas blancas de las ruedas siempre estaban impolutas. Podría definirse como un Cadillac entre las bicicletas, y era un legítimo orgullo para su dueño.
Domingo “El suave” era muy cuidadoso de su vehículo y vestimenta. Recuerdo haberle visto más de una vez en su bicicleta llevando saco y corbata, y lentes oscuros. Era un hombre alto, de raza negra, y usaba una gorra sin visera, de esas algo achatadas delante, de las que usan los soneros. Debía frisar los cuarenta y tantos años, y al andar y moverse, lo hacía arrastrando los pies con pasos cortos y una mesura que hacían gala a su apodo. En su cara destacaba un bigotito fino. Una discreta prominencia del labio inferior contribuía a acentuar la deficiencia en el mentón que parecía deberse a la ausencia de numerosas piezas dentarias. Este último detalle se hacía notar cuando abría la boca, en la que se observaban unas encías de color rosado intenso. Cuando “El suave” llegaba a su taller pasaba a la parte trasera (donde tenía un camastro para siestear) y se cambiaba las ropas por unos andrajos, una suerte de delantal, y las chancletas con que echaba el día. El lugar era un tugurio minúsculo construido con materiales ligeros de desecho. En varias ocasiones mi madre me mandó a llevarle algún zapato para reparar, y por lo regular nunca quedaba satisfecha con los resultados ni con el precio. A “El suave” no le gustaba que los muchachos estuviésemos mirando su labor y creo que intuía que le observábamos para después imitar su forma de hablar y andar.
Aparte de su oficio manual, Domingo “El suave” era un reputado rezador, y también era requerido para que controlara a Minino, el loco del barrio, cuando tenía sus ataques de luna llena, al cual “ensalmaba” con un ramo de guayaba y una ramita de ruda. En la vertiente de sus habilidades como rezador se le contrataba para la “velación” cuando alguien moría en el barrio. Es de recordar que era costumbre velar los muertos en su casa, o en la de algún vecino piadoso, donde podían seguirse los rezos de los nueve días. Estos usos ya sólo son un recuerdo de una ciudad con periferia de aldea.
Una peculiaridad de “El suave,” muy acorde con su dualidad de zapatero y rezador, era la de disfrutar de los tragos frecuentes de ron fuerte.
Finalizamos esta breve semblanza de tan pintoresco personaje con una anécdota que me relatara mi sobrino David, y que tuvo como protagonista a nuestro inolvidable remendón muchos años después de mis remembranzas. Sucedió que “El suave” fue contratado para los nueve días de un señor mayor de las cercanías, y para tales fines se hizo acompañar de su ayudante en labores de rezos, el cual sentaba a su lado derecho y estaba encargado de llevar la coordinación de aquellas partes de las oraciones y rogativas que corresponden a las réplicas de los concurrentes. En el primer día de la actividad, y para lubricar la tarea (que se llevaba a cabo en la marquesina de la casa), el contratador de los rezos había traído una media botella de ron, la cual “El suave” apenas había destapado para brindarle al muerto, arrojando de la cavidad de la tapa una simbólica y muy medida ración hacia atrás, por encima de su hombro izquierdo, colocando el ron de inmediato en el piso entre él y su asistente. Estaba a la espera de una réplica lo suficientemente prolongada para pegarse el primer petacazo, cuando advirtió con el rabillo del ojo que su socio había sorbido un par de tragos en menos de cinco minutos, y cuando se inclinaba para repetir, con un rápido movimiento el rezador cambió el pote hacia el lado opuesto, mientras le increpaba por lo bajo: ¡¡Ya se ha pegáo DOS veces!!
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ResponderBorrarGuaro:
Parece que la inclinación hacia Baco es común en los rezadores, pues cuentan que en Mao, había uno muy famoso, a quien también le gustaba tirarse "sus directos al hígado" y dar su bailaditas, en El Casino y otros bares famosos del ayer.
Un abrazo,
Fernan Ferreira