Por Rafael Darío Herrera
ESTRICTO DISCIPLINARIO QUE SIEMPRE HA DEMOSTRADO AMOR A SU PROLE EJERCIENDO A CABALIDAD SUS OBLIGACIONES DE PADRE
Tercero de una serie. Si le interesa leer la introducción a este trabajo, haga clic AQUÍ
Darío Antonio Herrera nació el 5 de julio de 1931 en una pequeña y modesta vivienda ubicada en la primera casa de la calle Talanquera, frente a la residencia del extinto José Cabrera. A diferencia de muchos otros niños de su edad que tuvieron la oportunidad de jugar y disfrutar de su niñez, mi padre debió integrarse a las duras labores agrícolas en la finca Bogaert por la pobreza de sus progenitores. Fue su padre el jornalero Eleodoro Arturo Colón (Pigiro), n. 12 de enero de 1897, quien era hijo a su vez de Ovidia María Colón Bonilla y de Elías Arturo Rodríguez de Peña, Negro, n. 7 de enero de 1878. Negro era hijo de José María Rodríguez (1841-1918), hermano de Frutoso Rodríguez, y de María Antonia de Peña.
La madre de mi padre se llamaba Cleofina Herrera, mejor conocida como Pin. Espero en algún momento de mi vida escribir la genealogía de la familia Herrera.
Venciendo múltiples obstáculos logró alcanzar el tercero de bachillerato en una época en que los estudiantes debían inscribirse como “estudiantes libres” en un liceo público de Santiago y luego viajar hasta allí a tomar los exámenes pues Mao carecía de un liceo secundario. Entre sus compañeros de estudios se encuentran el ingeniero Nano Crespo, Dagoberto Almánzar, Flérida Matías, Arturo Peña, Antonio Cid (ebanista), Panchita Cabral, entre otros. Inclusive, mi primo Arismendy Rodríguez estudió con sus libros.
Pero la precariedad material le impidió culminar sus estudios secundarios y se imponía la búsqueda de una fuente de ingreso. Fue preciso recurrir al primo, el Dr. Rafael Rodríguez Colón, quien le agenció un puesto como conserje en el recién inaugurado hospital Luis L. Bogaert con un salario mensual de 30 pesos al que le deducía un diez por ciento para el Partido Dominicano. Para ingresar al servicio público, la dictadura realizaba una minuciosa indagación a fin de determinar si el solicitante tenía vínculos familiares con algún opositor al régimen.
Luego de ejercer durante varios años como enfermero (o practicante) tanto en el hospital Luis L. Bogaert como en el del Seguro Social, mi padre decidió incursionar en la agricultura y en la ganadería a pequeña escala en los albores de la difícil década de 1960. Aunque nunca abandonó por completo la práctica de la enfermería, sobre todo el poner inyecciones, pues representaba una fuente de ingresos.
En 1954 se casó, mediante el régimen de unión libre, con María Aminta Rodríguez Domínguez, nativa de Santiago Rodríguez, hija de Adriano Rodríguez y Aminta Domínguez. Pero mamá emigró a Mao siendo una niña. El 3 de julio de 1962 realizaron el matrimonio canónigo, acto a cargo del presbítero Fernando Franco. Ya para esa fecha la pareja había procreado a Brinia, Rafael Darío, Leonel Darío, Elvin Darío y precisamente en este último año nació la menor, Darys María.
Como en principio era el único varón de la casa me correspondió integrarme a las faenas agrícolas. El trabajo era duro y para movilizarnos solo disponíamos de una bicicleta Raleigh. Me sentaba en la barra de la misma y mi padre pedaleaba. Cuando el viento venía en dirección contraria, y con escasas energías por el largo período de ausencia de alimentos, el esfuerzo era extraordinario. Con mucha frecuencia papá dejaba la bicicleta en casa de su madre, en la dirección supraindicada, y me pedía que fuera a buscársela pero me advertía que debía traerla en las manos y no montarme en ella. Pero yo era muy osado y entraba las piernas por debajo de la barra y venía como un zepelín a la casa.
Como papá era asmático, cada noche tenía la encomienda de comprarle una pastilla de asmasanol o neoasma en una de las farmacias locales. En eso no podía fallar pero no me dejaban ir en la bicicleta.
Luego de la bicicleta, papá compró un motor Honda 50 de color rojo y al principio no sabía conducirlo bien. Un mal día, mientras subíamos una pequeña cuesta en el campo, papá le dio un acelerón al motorcito y yo salí disparado hacia atrás, aunque sin lesiones graves.
Solo teníamos 20 tareas de arroz de nuestra propiedad y el resto eran arrendadas. Los principales años de mi infancia los pasé al lado de papá, viéndolo luchar en un momento en que los precios de los productos agrícolas se mantenían deprimidos a consecuencia de la política desarrollista aplicada por el presidente Balaguer que privilegiaba la construcción de obras de infraestructura en las ciudades.
Como se trataba de pequeños predios empleábamos una yunta de bueyes, a los que llamábamos Gigante y Fortaleza, para arar, rastrear y nivelar el suelo. Mis labores consistían en trasladar a caballo las plantas de arroz al interior de la parcela, transportar el abono, luego las lonas y los bancos para trillar el arroz. Además llevar los sacos hacia los lugares donde los pudiera recoger el camión con destino al molino.
Yo era una especie de utility pues pastoreaba las pocas vacas que teníamos, llevaba la leche a la casa, iba cada sábado al molino de Domingo Rodríguez a buscar dinero para pagar a los jornaleros, etc. Me compenetré tanto con las labores agrícolas que llegué a sentir fobia hacia la escuela. Pero los ingresos familiares se mantenían precarios. La situación económica en la casa se tornó difícil pues la familia creció. Ya éramos cinco. Recuerdo que en uno de esos días que retornábamos a la casa, a poca distancia de nuestra finca, observo movimientos raros en un pequeño canal y de inmediato le pido a papá que detenga el motor y cuando me acerco al canal estaba lleno de peces de gran tamaño que quedaron atrapados al descender el nivel del agua. Y esa noche, tuvimos una cena muy opípara.
Como permanecía tanto tiempo en el campo lo disfrutaba plenamente. Comía la misma comida que los jornaleros. En estas condiciones no tenía ninguna empatía con la escuela. Y esto, naturalmente, trajo consecuencias negativas. Hice el tránsito del colegio Santa Teresita a la escuela primaria Juan Isidro Pérez y cursé el cuarto de primaria con la profesora Alercia Felipe pero lo reprobé. Cuando fui a recoger las notas con una piña envuelta en papel de celofán en la puerta me encontré con un grupo de compañeros de clase, encabezados por Nepo Núñez y Yayo Matías, que me dijeron: “Darío te quemaste, deja tu regalo aquí que ahorita lo repartimos todo” y así lo hice.
Debo aclarar que en mi época se debía tener un mínimo de siete años para poder inscribirse en la escuela. Yo asistía a una escuela situada a una esquina de mi casa pero la maestra, doña Gloria Tineo, me advertía que cuando llegara el inspector de educación debía salir inmediatamente al retrete porque no estaba inscrito formalmente por mi corta edad y podían amonestarla.
En estas condiciones de absoluto desinterés por la escuela alguien aconsejó a mi padre que me retirara temporalmente del campo. Y he aquí el más significativo y vivaz recuerdo de mi padre tratando de contribuir a mi formación. Cada noche, y bajo la luz de una jumeadora, cuyo humo ennegrecía las fosas nasales, mi padre se sentaba en una mesa conmigo a enseñarme los principios elementales de la aritmética. Él los conocía muy bien pues cursó el tercero del bachillerato. Pero cada falla en una multiplicación, división, suma o resta me costaba un pescozón. Repasábamos todas las tareas y cuando pronunciaba o empleaba mal una palabra ahí venía la corrección de papá.
Luego de enderezarme en los estudios, recuerden que en esa época primaba el precepto de que “la letra con sangre entra”, retorné a las labores agrícolas junto a mi padre pero esta vez con menor intensidad pues la situación económica mejoró con el arrendamiento de una parcela de más 100 tareas a la familia Madera Cabral en la ribera del río Yaque del Norte, en La Colonia, que sembramos de plátano.
De los cinco hijos fui el que más pelas aguantó ya que en la casa predominaba una disciplina espartana y valores católicos. En una ocasión le dije un coño a mi abuela materna y cuando mi padre llegó caliente como a la una de tarde ella lo estaba esperando en la entrada de la casa para darle la queja. Y luego de un largo recorrido por el patio se me pegó la punta de la correa en la parte superior del pecho que me provocó una marca indeleble. A veces me ganaba tundas o reprimendas por permanecer al mediodía en casas ajenas, por bañarme en el canal, por salir a tumbar mangos a la orilla del río con los tigres del barrio o por salir a pescar sin permiso. Un día llegué a la casa con medio saco de mangos y cuando vi a mi padre con intenciones de azotarme se produjo una lluvia de mangos.
Sin embargo, mi madre siempre fue una aliada incondicional. Cuando hacía algo fuera de las estrictas normas de la casa me aconsejaba no dejarme ver de mi padre hasta que este se enfriara. En retrospectiva, solo con la rígida disciplina implantada en el hogar pudimos nosotros superar las sórdidas condiciones del barrio Los Cambrones (hoy Enriquillo). Residíamos en la misma calle del célebre prostíbulo El Bombillo Rojo, en la calle Frutoso Rodríguez, cerca de la calle Independencia.
Mi padre siempre tuvo un claro y firme designio: lograr a ultranza que estudiáramos y alcanzáramos una profesión. Por ello no vaciló en alquilar un apartamento en Santo Domingo, en el barrio La Cementera, ubicado detrás de Obras Públicas, por el que pagaba RD$140.00. Su esfuerzo fue descomunal pues además de la alimentación debíamos disponer de algún dinerito para el transporte, merienda, libros, etc. Necesitábamos por lo menos cinco pesos semanalmente. Muchísimas veces conseguíamos “bola” de Santo Domingo a Mao y viceversa con nuestro primo Arismendy Rodríguez en su carro Mazda. Como se sabe hasta 1982 el peso dominicano poseía gran valor pues se hallaba prácticamente a la par con el dólar.
Al margen de todas las adversidades, debo decir que papá era un hombre sumamente alegre. Cada tarde se sentaba al lado de su radio Philips de dos bandas a escuchar música típica y además adquirió fama como bailador. Danzaba alegremente y con gran destreza. No se perdía una fiesta con las grandes orquestas que tocaban en el Samoa Bar y aprovechaba sus visitas a la gallera para dar también su bailadita. Esto naturalmente disgustaba a mi madre pues cuando papá tomaba como que se pasaba de contento y primero dejaba abandonada la bicicleta y luego el motor Honda 70. Por la mañana, cuando se bajaban los niveles de alcohol en la sangre me despertaba y me pedía que saliera a buscar la montura y me decía los lugares que había visitado. Por suerte, en esa época prácticamente no había delincuencia y como muchas personas lo conocían le guardaban el motor.
Recuerdo perfectamente cuando falleció su anciana madre. Les faltaron fuerzas para levantarla de la cama y colocarla en el ataúd y me pidió que lo sustituyera pues detrás de ese hombre aparentemente fuerte se esconde un ser humano caritativo y solidario que nunca les falla al amigo y al familiar.
Papá ha vivido lo suficiente para ver la familia crecer: tiene 14 nietos y 6 biznietos y disfruta plenamente el sentirse rodeado de ellos, con los que es extremadamente cariñoso, aunque no conoce físicamente el último que es el de mi hijo que vive en Madrid. A cada nieto él le canta una canción muy particular de su autoría al tiempo que lo salta entre sus brazos. A pesar de que ya sus energías físicas se hallan menguadas a consecuencia de un cateterismo en la aorta abdominal por un aneurisma.
No obstante sus 82 años va al campo casi todos los días pues mantiene un pequeño ganado vacuno y unas 150 tareas de tierras sembradas de guineo. Por ventura, también nos juntamos casi todos los días a tomarnos nuestro cafecito y a conversar. ¡Eso sí que no tiene precio!
Hay un detalle que quiero resaltar. Nosotros, sus hijos, aprendimos a leer a temprana edad porque papá siempre compraba periódicos; primero El Caribe y luego el Listín Diario y la revista del Reader’s Digest (Selecciones) en español. Gracias, papá.
Rafael Darío,yo recuerdo patéticamente a Darío en el Hospital Luis L Bogaert cuando yo ingrese muy joven como practicante .Siempre afable y locuaz .
ResponderBorrarEn ese tiempo junto a Popo Bernal y Miguelito Pérez Espaillat eran los practicantes (enfermeros ) y yo creo que sustitui a Miguelito o Popo que se fueron a la capital.¿pregúntale ,si se acuerda?
¡Qué reciedumbre la de tu padre!.El Señor te lo de
por mucho tiempo salpicado siempre con un aromático y cordial cafécito .Le debo una visita .
Fuerte abrazó,mi hermano. Evelio Martínez .
Siento verdadero orgullo de ser familia de Don Darío Herrera, persona digna de todos los elogios, por su calidad moral, ciudadano ejemplar, amigo, incondicional, trabajador incansable, amen de excelente padre y esposo.
ResponderBorrarCabe destacar que nuestro padre Ballillo y Don Darío, además de ser primos, fueron compañeros de trabajo por mucho tiempo tanto en el hospital Luis L. Bogaert como en el IDSS de Mao, así como enllaves del Dios Baco y otras sanas correrías. Recuerdos gratificantes tengo de esta admirable y hermosa familia.
Que Dios, nuestro Señor, derrame bendiciones y salud para Don Dario y familiares. Mis felicitaciones al autor de esta semblanza tan real, bella y hermosa, que retrata fielmente la interesante existencia de nuestro primo Darío.
Con sentimientos de profundo respeto y cariño del bueno.
Diómedes Rodríguez y familia.
A Don Dario lo recuerdo siempre en su motor con la ropa de pelear puesta, pues era un hombre muy trabajador en su tiempo de juventud. Hacia mucho tiempo que no lo veía ni en foto, y me alegra mucho ver lo bien que se conserva y la linda familia que a podido crear. Quien siembra bien,cosecha buenos frutos. Saludo caluroso a la familia Herrera Rodriguez en especial a Don Dario. Sigas conservandose así de bien. Jochy Reyes.
ResponderBorrarAcabo de leer el artículo sobre mi padre pues precisamente hoy lo acompañé a realizarse unos análisis de laboratorio a Santiago y quiero expresar mi agradecimiento al amigo Isaías por esta feliz iniciativa mediante la cual pueden conocerse pormenores de la vida de padres del talante moral de mi viejo, Darío Antonio Herrera, que luchó para formar una familia en los más sanos valores y que siempre tuvo claro el imperativo de que nos educáramos.
ResponderBorrarGracias a Evelio, Diómedes y Jochy por sus comentarios.
Rafael Darío Herrera
Leo un poco atrasado esta semblanza del Sr. Darío Herrera, le recuerdo perfectamente porque cada vez que me llevaban al viejo Hospital Luis L. Bogaert de la Calle Duarte, allí estaba Don Darío listo para "cocerme" las múltiples heridas que se me pegaban cuando muchacho. Al extremo que una vez me vió en la calle y me dijo..."tu hace mucho que no vas por el hospital". No sé si me recordará. Saludos para él y toda su familia, especialmente a Elvin, nuestro asesor legal.
ResponderBorrarCésar Brea