lunes, 5 de diciembre de 2016
VENEZOLANOS Y DOMINICANOS: RAÍCES HISTÓRICAS DE UNA HERMANDAD - PRIMERA PARTE
Por Sergio Reyes II
Enlace a la Segunda parte
Hace muchos años, en una época remota perdida en la nebulosa de los tiempos, más allá de los dominios de la historia y rayando los linderos de investigaciones propias de arqueólogos y de razonamientos y análisis que atañen a los dominios de la antropología, desde el área en que desagua al mar el voluminoso caudal hídrico del Río Orinoco, en tierras que en la actualidad pertenecen a lo que luego fue bautizado como Venezuela, comenzaron a llegar a los dominios del Gran Caribe los componentes de una raza buena y noble, diestros en las faenas de la navegación y, por tanto, con capacidad y arrojo necesarios para lanzarse al albur, remando sin cesar en sus canoas elaboradas con gruesos troncos, en busca de aventuras y de un mejor destino que el que les ofrecía su lar nativo.
Como todo emigrante y aventurero, llevaban consigo su cultura, sus artes y habilidades, lo que les permitió sobrevivir en el mar que envuelve con sus encrespados tentáculos el archipiélago de islotes, pequeñas islas y otras más grandes, del entorno geográfico que en el presente se conoce como Las Antillas.
El término con el que se les conoce -Taínos-, más que un nombre se refiere a una cualidad intrínseca -la bondad y el don de gentes- de estos nobles, esforzados y descollantes pobladores que, en poco tiempo, con audacia y esfuerzo y sin afanes levantiscos ni de dominación, terminaron asentándose en todo el perímetro de las Antillas, y de manera especial, en la mayor parte de las islas de Cuba, Borinquen y Quisqueya o Haití.
Eran descendientes de la raza o etnia de los Arahuacos que, para esos años, -siglos XII al XVI D. C.- ocupaban gran parte de la región norte de América del Sur, que se corresponden en el presente con los territorios de Colombia y Venezuela, de manera principal. Hombres diestros en las artes de la navegación, con habilidades en la caza y la pesca, desarrollo impresionante en las artes de la alfarería, la pintura y escultura, confección de tejidos, construcción de viviendas y edificaciones, conocimiento básico de la agricultura y muy dados a la recolección y almacenamiento de frutos propios de su dieta diaria.
Ataviados con esos recursos y habilidades, los tainos se aposentaron en estas tierras y las convirtieron en propias, estableciendo un rico y valioso legado que, a pesar de los crueles maltratos y la sanguinaria labor de exterminio implementada por el conquistador europeo, tras su llegada a estas tierras, todavía pervive en nuestra cultura, lenguaje, toponimia, el folklor, los hábitos alimenticios y creencias espirituales, entre otros elementos que nos caracterizan como Nación.
Con la llegada de los conquistadores españoles al Nuevo Mundo en 1492 y bajo la batuta del Almirante genovés Cristóbal Colón, empieza una frenética labor de expansión y conquista de todos los territorios circunvecinos a las Antillas y más allá. En efecto, al producirse el Tercer Viaje náutico del Almirante, llega hasta la desembocadura del Río Orinoco, el 2 de agosto de 1498 y, acorde a su característica capacidad para el asombro, denomina la región como Tierra de Gracia, pletórico de emoción a la vista de las poderosas corrientes del río (Orinoco) y la espesura y verdor de las selvas que saturaban el entorno.
Al año siguiente -1499-, Alonso de Ojeda encamina una expedición de conquista, al mando de una poderosa flota y motivado también por la fiebre delirante que abrasó a Colón, ante el espectáculo de los poblados y caseríos indígenas levantados sobre estacas en pleno curso de los ríos y lagunas del golfo de Caquivacoa (Golfo de Venezuela), quiso ver una similitud con la antigua ciudad italiana de Venecia, que se levanta entre canales marinos, y puso por nombre a estas tierras Venezuela, que quiere decir Pequeña Venecia.
Para completar este recuento de asombros, exageraciones y topónimos, impuestos por aquellos que decidieron a su libre albedrío sobre vidas y propiedades de los primeros pobladores de estas tierras, vale decir como colofón, que junto a Ojeda, viajaba en la expedición Américo Vespucio, quien habría de publicitar en sus escritos las bondades y maravillas que acuñaban los territorios en vías de colonización. En su memoria y en premio a dichos relatos, mucha veces fantasiosos e imprecisos, a la totalidad del continente se le ha adjudicado el nombre de América, término que persiste hasta el presente.
En el curso de los años, múltiples circunstancias se han confabulado para producir entre nuestros pueblos la permanencia y continuidad del lazo fraterno que nos une a manera de cordón umbilical. Bástenos decir que por las callejas empedradas de Santo Domingo de Guzmán, ciudad pletórica de primacías construida con esmero por el almirante, desfilaron los conquistadores que hicieron de ella su asiento y punto de partida hacia otros territorios y reinos por descubrir y colonizar. Atenas del Nuevo Mundo se le llamó, en pomposa alusión a su condición de primera ciudad de piedra del nuevo continente, en donde se fundó y estableció la primer catedral, primer universidad, los primeros cabildos y un racimo de ciudades blasonadas, que ostentaban, orgullosas, los escudos heráldicos propios de la nobleza y el linaje europeos de aquellos tiempos.
Desde todos los lugares recién descubiertos y colonizados comenzó a llegar hacia la isla de Santo Domingo la flor y nata de la juventud estudiosa con ansias de superación, constituida, como es lógico entender, por los hijos y relacionados de los potentados, funcionarios y representantes de la corona española, en esas tierras.
A sus tierras habrían de volver, con el título que acreditaba sus habilidades bajo el brazo, para continuar expandiendo, allende los mares los conocimientos adquiridos. Cuba y Venezuela fueron, en gran medida, algunos de los pueblos más beneficiados con este intercambio cultural, y desde entonces, hasta la fecha, esa deuda de aprecio, respeto y hospitalidad ha pervivido en el curso de los años, para bien de una hermandad que nos honra y enaltece.
Sin ánimos de incursionar en voluminosos recuentos, quiero hacer mención de algunos destellos de la relación fraterna entre nuestras naciones, que deben mover a profundos análisis en los que medie la ecuanimidad y la reflexión:
En momentos en que todo el continente era un hervidero independentista, en el que nuestros vecinos de Haití habían proclamado la independencia heroica de la primer nación negra del mundo y Simón Bolívar al frente de la Confederación de La Gran Colombia (Venezuela, Colombia y Ecuador) hacía ondear hasta el firmamento la tea revolucionaria que habría de servir de ejemplo al resto de las pueblos que aún se debatían bajo el yugo colonial, José Núñez de Cáceres dio inicios a una serie de diligencias en aras de obtener apoyo para lograr la creación del Estado Independiente de Haití Español, que, a tono con sus proyectos libertarios, habría de quedar constituido en condición de Estado confederado, bajo la protección del libertador sudamericano.
Dichas gestiones no pudieron ser completadas y poco después se consumó la ocupación haitiana de toda la parte Este de la isla, lo que le acarreó al pueblo dominicano las penurias de una dominación de más de 22 años (1822-1844).
En esos años, los sectores pudientes, la clase intelectual y amplios sectores del clero se vieron forzados a emigrar a otras tierras, para poder librarse de la cárcel, la persecución y los excesos a que venía siendo sometida la población por el gobierno interventor y sus representantes locales.
Núñez de Cáceres, entre ellos, hubo de recalar en tierras venezolanas, a mitigar entre hermanos el amargo sabor del exilio. Con él se llevó sus máquinas de impresión y desde allá, inicialmente, y luego desde México, desarrolló y mantuvo una amplia labor intelectual y de difusión periodística, que le dio a conocer en todos los confines de América.
Varias etapas de la dura y difícil existencia que hubo de acarrear sobre sus hombros el apóstol de la libertad y Padre de la Patria Juan Pablo Duarte, transcurrieron en calles y poblados de Venezuela y, en ocasiones, hasta en las más tupidas selvas y recónditos lugares. Hasta allá habría de seguirle, unas veces la persecución, otras la maledicencia y la ingratitud de algunos que, antes que reconocerle como el Padre de la nacionalidad y artífice de la creación de la República Dominicana, con el pronunciamiento libertario del 27 de febrero de 1844, veían en éste al obstáculo que podría impedirles cristalizar sus protervos y malsanos objetivos.
Solo y enfermo y endeudado a más no poder, luego de ofrendar la mayor parte del patrimonio familiar en aras de la obtención de la nacionalidad dominicana, Duarte asumió casi por cuenta propia un exilio voluntario de más de quince años, durante los cuales se refugió en lugares casi inaccesibles al interior de territorio venezolano. Hizo las veces de curandero, para poder sostenerse en medio de la soledad y el olvido. Sin embargo, a sus oídos llegó la noticia fatal de la entrega de la patria al mejor postor, ofrendada en anexión a España por Pedro Santana y haciendo esfuerzos sobrehumanos para renovar los añejados bríos, le vemos tan temprano como 1862, haciendo gestiones de ayuda en Caracas y colectando pertrechos militares con los que pudiese equipar un bergantín para dirigir una expedición libertaria. En Marzo de 1864, y en plena efervescencia de la Guerra Restauradora, se presenta por su cuenta en territorio libre, establece contacto con Matías Ramón Mella, trinitario como él y compromisario a partes iguales del ideal independentista, a quien acompaña en sus últimos días de vida, luego de lo cual procede a ponerse a disposición del Gobierno Restaurador, para ofrendar sus esfuerzos en aquello en que pudiese ayudar.
Como respuesta, es enviado de vuelta a Venezuela, en misión diplomática de apoyo político y de gestión de recursos para equipamiento bélico.
… Y nueva vez a desandar por el mundo en una misión con ribetes de ostracismo, con la que se le quiso sacar de circulación en una forma discreta, en momentos en que emergentes liderazgos oteaban el horizonte político dominicano!
Con la promesa de una pensión honorifica del gobierno restaurador -que nunca llegó a concretizarse-, Duarte se quedó a vivir con su familia de manera definitiva en Venezuela, solo, pobre, olvidado y menospreciado. Allí se sostenía con los magros recursos que obtenía de una modesta fábrica de velas que había instalado, hasta que le sorprendió la muerte el 15 de Julio de 1876.
Otras historias sobre vidas y avatares de una pléyade de intelectuales, prohombres, y patriarcas de la libertad y el decoro, tanto en nuestra patria quisqueyana como en la tierra de Bolívar, emborronan las páginas de historia de nuestros respectivos países. El recuerdo de un Eduardo Scanlan, mortalmente herido en plena flor de su juventud (1887), en tributo a un amor prohibido y pecaminoso cubre de pesar y amargura las calles adoquinadas de la ciudad primada, y con su muerte, tiernas lágrimas de núbiles doncellas capitaleñas mostraron el horror y el pesar ante la muerte de un prestante y destacado venezolano, que durante su breve estancia de vida en nuestro suelo, cubrió de encanto poético, encanto y galantería la vida taciturna del Santo Domingo de entonces.
En los incontables capítulos del tortuoso sendero de la lucha contra la tiranía trujillista en nuestro país (1930-1961) nos encontramos también con muestras inequívocas del amplio, desinteresado y consistente apoyo recibido de parte de la nación sudamericana, su clase dirigente y el pueblo llano, para con la causa liberadora de los dominicanos.
Ángel Miolán, Juan Isidro Jiménez Grullón, Juan Bosch, Ángel Morales, Juan Rodríguez García –Juancito-, Pedro Pérez Cabral –Corpito- y otros tantos intelectuales, aguerridos dirigentes políticos y militares del movimiento anti trujillista en el exilio, desanduvieron infinitas veces por las hospitalarias calles de Caracas, Barquisimeto, y otros puntos claves de Venezuela, en donde pernoctaban y fraguaban los entretelones de la conspiración permanente en contra de la tiranía. Desde allí, y con la fraternal ayuda de gobiernos amigos y funcionarios solidarios, muchos de los cuales llegaron al extremo de exponer sus cargos y sus vidas en aras de la citada ayuda, gestionaron pertrechos y armaron expediciones revolucionarias. A través de las frecuencias radiales y la pluma vibrante del periodismo y la literatura difundieron a los cuatro vientos los postulados de la lucha sin cuartel sostenida desde el exilio para librar al pueblo dominicano de la cruel y sanguinaria dictadura que padecía.
Dentro de su prolífica producción intelectual y como legado de esos años, el eminente escritor, político y estadista dominicano Juan Bosch, entre su amplia producción en el género del cuento costumbrista de contenido social, legó a la posteridad un relato en el que ubica en tierras venezolanas sus reflexiones psicológicas y ansias libertarias. La muchacha de La Guaira, lleva por nombre.
De igual forma y como parte del recuento de esos años de ostracismo y pesar en que a los dominicanos en el exilio nunca les faltó la mano amiga y la colaboración de los venezolanos, recordamos también el amargo trance padecido por el general Juancito Rodríguez, un rico hacendado y militar vegano, hostigado hasta la saciedad por la tiranía, quien dispuso sus bienes, influencias y la vida propia para luchar hasta el fin enfrentando a la dictadura. Financió, en gran medida, la fallida invasión de Cayo Confites, en 1947, y Luperón, en 1949, al igual que la del 14 de junio de 1959, en la que cayó abatido su hijo José Horacio Rodríguez, junto a decenas de combatientes. Apesadumbrado y desalentado por estos hechos, puso fin a su vida, el 19 de noviembre de 1960, en Barquisimeto.
Los tentáculos de la dictadura habrían de aposentarse, también, en territorio venezolano, tratando de acallar el laborantismo incesante y la agitación que venían sosteniendo los cientos de exiliados dominicanos, así como el evidente apoyo que estos recibían de parte de la clase dirigente política de aquel país, y de manera principal, su presidente Rómulo Betancourt, quien se había unido a la cruzada en contra de la dictadura y hacía escuchar su voz en todos los escenarios que su alta investidura ponía a su alcance.
En ese tenor, se produce el grosero atentado contra la vida del presidente, en momentos en que se desplazaba con un contingente de vehículos, el 24 de Junio de 1960. Una bomba de 100 kilos de dinamita, colocada en un vehículo estacionado a la vera de la ruta de desplazamiento de la comitiva oficial, fue accionada a control remoto, impactando y haciendo volar por los aires el vehículo que encabezaba la caravana. El segundo automóvil, en que viajaba Betancourt, también fue embestido por la detonación colisionando e incendiándose de inmediato. En el atentado perdieron la vida varios oficiales y el chofer del vehículo presidencial. El Ejecutivo venezolano pudo escapar del siniestro envuelto en llamas y con quemaduras graves. Desde su reposo hospitalario responsabilizó a Trujillo del atentado y demandó de la OEA y las Naciones Unidas el arreciamiento de las sanciones en contra de la dictadura dominicana.
La unificación de acciones en pro del descabezamiento del sanguinario régimen de terror que imperó en nuestro país por espacio de más de tres décadas, solo pudo lograrse con la puesta en práctica de acciones solidarias, de un pueblo y gobernantes solidarios, como los que hemos tenido los dominicanos en los venezolanos y de manera especial, de parte de un estadista probo y decidido, como lo fue, en su momento, Rómulo Betancourt.
Dicho ejemplo fue seguido, sucesivamente, por Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez y, en menor medida, Nicolás Maduro, quien gobierna esa hermana nación en el presente. De cada uno de ellos, la nación dominicana ha recibido sobradas muestras de vibrante solidaridad, que ha sido expresada en el apoyo a nuestras demandas de tipo político o socioeconómico, en los organismos de debate a nivel mundial o regional y el territorio venezolano ha vuelto a ser, como en épocas anteriores, el fraterno albergue, en momentos en que algún dominicano errante ha requerido el auxilio del vecino sudamericano.
Como muestra de una de esas acciones en que se expresa de manera practica la solidaridad y ayuda mutua entre nuestros pueblos, resulta oportuno traer a colación las amplias facilidades ofrecidas por el gobierno venezolano desde mediados de la década de los 70 a fin de integrar personal técnico calificado, proveniente de países del área, en diferentes renglones de la industria petrolera, lo que motivó una novedosa y oportuna oleada migratoria de la que se beneficiaron muchos dominicanos y sus familiares.
Enlace a la Segunda parte
Hace muchos años, en una época remota perdida en la nebulosa de los tiempos, más allá de los dominios de la historia y rayando los linderos de investigaciones propias de arqueólogos y de razonamientos y análisis que atañen a los dominios de la antropología, desde el área en que desagua al mar el voluminoso caudal hídrico del Río Orinoco, en tierras que en la actualidad pertenecen a lo que luego fue bautizado como Venezuela, comenzaron a llegar a los dominios del Gran Caribe los componentes de una raza buena y noble, diestros en las faenas de la navegación y, por tanto, con capacidad y arrojo necesarios para lanzarse al albur, remando sin cesar en sus canoas elaboradas con gruesos troncos, en busca de aventuras y de un mejor destino que el que les ofrecía su lar nativo.
Como todo emigrante y aventurero, llevaban consigo su cultura, sus artes y habilidades, lo que les permitió sobrevivir en el mar que envuelve con sus encrespados tentáculos el archipiélago de islotes, pequeñas islas y otras más grandes, del entorno geográfico que en el presente se conoce como Las Antillas.
El término con el que se les conoce -Taínos-, más que un nombre se refiere a una cualidad intrínseca -la bondad y el don de gentes- de estos nobles, esforzados y descollantes pobladores que, en poco tiempo, con audacia y esfuerzo y sin afanes levantiscos ni de dominación, terminaron asentándose en todo el perímetro de las Antillas, y de manera especial, en la mayor parte de las islas de Cuba, Borinquen y Quisqueya o Haití.
Eran descendientes de la raza o etnia de los Arahuacos que, para esos años, -siglos XII al XVI D. C.- ocupaban gran parte de la región norte de América del Sur, que se corresponden en el presente con los territorios de Colombia y Venezuela, de manera principal. Hombres diestros en las artes de la navegación, con habilidades en la caza y la pesca, desarrollo impresionante en las artes de la alfarería, la pintura y escultura, confección de tejidos, construcción de viviendas y edificaciones, conocimiento básico de la agricultura y muy dados a la recolección y almacenamiento de frutos propios de su dieta diaria.
Ataviados con esos recursos y habilidades, los tainos se aposentaron en estas tierras y las convirtieron en propias, estableciendo un rico y valioso legado que, a pesar de los crueles maltratos y la sanguinaria labor de exterminio implementada por el conquistador europeo, tras su llegada a estas tierras, todavía pervive en nuestra cultura, lenguaje, toponimia, el folklor, los hábitos alimenticios y creencias espirituales, entre otros elementos que nos caracterizan como Nación.
Con la llegada de los conquistadores españoles al Nuevo Mundo en 1492 y bajo la batuta del Almirante genovés Cristóbal Colón, empieza una frenética labor de expansión y conquista de todos los territorios circunvecinos a las Antillas y más allá. En efecto, al producirse el Tercer Viaje náutico del Almirante, llega hasta la desembocadura del Río Orinoco, el 2 de agosto de 1498 y, acorde a su característica capacidad para el asombro, denomina la región como Tierra de Gracia, pletórico de emoción a la vista de las poderosas corrientes del río (Orinoco) y la espesura y verdor de las selvas que saturaban el entorno.
Al año siguiente -1499-, Alonso de Ojeda encamina una expedición de conquista, al mando de una poderosa flota y motivado también por la fiebre delirante que abrasó a Colón, ante el espectáculo de los poblados y caseríos indígenas levantados sobre estacas en pleno curso de los ríos y lagunas del golfo de Caquivacoa (Golfo de Venezuela), quiso ver una similitud con la antigua ciudad italiana de Venecia, que se levanta entre canales marinos, y puso por nombre a estas tierras Venezuela, que quiere decir Pequeña Venecia.
Para completar este recuento de asombros, exageraciones y topónimos, impuestos por aquellos que decidieron a su libre albedrío sobre vidas y propiedades de los primeros pobladores de estas tierras, vale decir como colofón, que junto a Ojeda, viajaba en la expedición Américo Vespucio, quien habría de publicitar en sus escritos las bondades y maravillas que acuñaban los territorios en vías de colonización. En su memoria y en premio a dichos relatos, mucha veces fantasiosos e imprecisos, a la totalidad del continente se le ha adjudicado el nombre de América, término que persiste hasta el presente.
En el curso de los años, múltiples circunstancias se han confabulado para producir entre nuestros pueblos la permanencia y continuidad del lazo fraterno que nos une a manera de cordón umbilical. Bástenos decir que por las callejas empedradas de Santo Domingo de Guzmán, ciudad pletórica de primacías construida con esmero por el almirante, desfilaron los conquistadores que hicieron de ella su asiento y punto de partida hacia otros territorios y reinos por descubrir y colonizar. Atenas del Nuevo Mundo se le llamó, en pomposa alusión a su condición de primera ciudad de piedra del nuevo continente, en donde se fundó y estableció la primer catedral, primer universidad, los primeros cabildos y un racimo de ciudades blasonadas, que ostentaban, orgullosas, los escudos heráldicos propios de la nobleza y el linaje europeos de aquellos tiempos.
Desde todos los lugares recién descubiertos y colonizados comenzó a llegar hacia la isla de Santo Domingo la flor y nata de la juventud estudiosa con ansias de superación, constituida, como es lógico entender, por los hijos y relacionados de los potentados, funcionarios y representantes de la corona española, en esas tierras.
A sus tierras habrían de volver, con el título que acreditaba sus habilidades bajo el brazo, para continuar expandiendo, allende los mares los conocimientos adquiridos. Cuba y Venezuela fueron, en gran medida, algunos de los pueblos más beneficiados con este intercambio cultural, y desde entonces, hasta la fecha, esa deuda de aprecio, respeto y hospitalidad ha pervivido en el curso de los años, para bien de una hermandad que nos honra y enaltece.
Sin ánimos de incursionar en voluminosos recuentos, quiero hacer mención de algunos destellos de la relación fraterna entre nuestras naciones, que deben mover a profundos análisis en los que medie la ecuanimidad y la reflexión:
En momentos en que todo el continente era un hervidero independentista, en el que nuestros vecinos de Haití habían proclamado la independencia heroica de la primer nación negra del mundo y Simón Bolívar al frente de la Confederación de La Gran Colombia (Venezuela, Colombia y Ecuador) hacía ondear hasta el firmamento la tea revolucionaria que habría de servir de ejemplo al resto de las pueblos que aún se debatían bajo el yugo colonial, José Núñez de Cáceres dio inicios a una serie de diligencias en aras de obtener apoyo para lograr la creación del Estado Independiente de Haití Español, que, a tono con sus proyectos libertarios, habría de quedar constituido en condición de Estado confederado, bajo la protección del libertador sudamericano.
Dichas gestiones no pudieron ser completadas y poco después se consumó la ocupación haitiana de toda la parte Este de la isla, lo que le acarreó al pueblo dominicano las penurias de una dominación de más de 22 años (1822-1844).
En esos años, los sectores pudientes, la clase intelectual y amplios sectores del clero se vieron forzados a emigrar a otras tierras, para poder librarse de la cárcel, la persecución y los excesos a que venía siendo sometida la población por el gobierno interventor y sus representantes locales.
Núñez de Cáceres, entre ellos, hubo de recalar en tierras venezolanas, a mitigar entre hermanos el amargo sabor del exilio. Con él se llevó sus máquinas de impresión y desde allá, inicialmente, y luego desde México, desarrolló y mantuvo una amplia labor intelectual y de difusión periodística, que le dio a conocer en todos los confines de América.
Varias etapas de la dura y difícil existencia que hubo de acarrear sobre sus hombros el apóstol de la libertad y Padre de la Patria Juan Pablo Duarte, transcurrieron en calles y poblados de Venezuela y, en ocasiones, hasta en las más tupidas selvas y recónditos lugares. Hasta allá habría de seguirle, unas veces la persecución, otras la maledicencia y la ingratitud de algunos que, antes que reconocerle como el Padre de la nacionalidad y artífice de la creación de la República Dominicana, con el pronunciamiento libertario del 27 de febrero de 1844, veían en éste al obstáculo que podría impedirles cristalizar sus protervos y malsanos objetivos.
Solo y enfermo y endeudado a más no poder, luego de ofrendar la mayor parte del patrimonio familiar en aras de la obtención de la nacionalidad dominicana, Duarte asumió casi por cuenta propia un exilio voluntario de más de quince años, durante los cuales se refugió en lugares casi inaccesibles al interior de territorio venezolano. Hizo las veces de curandero, para poder sostenerse en medio de la soledad y el olvido. Sin embargo, a sus oídos llegó la noticia fatal de la entrega de la patria al mejor postor, ofrendada en anexión a España por Pedro Santana y haciendo esfuerzos sobrehumanos para renovar los añejados bríos, le vemos tan temprano como 1862, haciendo gestiones de ayuda en Caracas y colectando pertrechos militares con los que pudiese equipar un bergantín para dirigir una expedición libertaria. En Marzo de 1864, y en plena efervescencia de la Guerra Restauradora, se presenta por su cuenta en territorio libre, establece contacto con Matías Ramón Mella, trinitario como él y compromisario a partes iguales del ideal independentista, a quien acompaña en sus últimos días de vida, luego de lo cual procede a ponerse a disposición del Gobierno Restaurador, para ofrendar sus esfuerzos en aquello en que pudiese ayudar.
Como respuesta, es enviado de vuelta a Venezuela, en misión diplomática de apoyo político y de gestión de recursos para equipamiento bélico.
… Y nueva vez a desandar por el mundo en una misión con ribetes de ostracismo, con la que se le quiso sacar de circulación en una forma discreta, en momentos en que emergentes liderazgos oteaban el horizonte político dominicano!
Con la promesa de una pensión honorifica del gobierno restaurador -que nunca llegó a concretizarse-, Duarte se quedó a vivir con su familia de manera definitiva en Venezuela, solo, pobre, olvidado y menospreciado. Allí se sostenía con los magros recursos que obtenía de una modesta fábrica de velas que había instalado, hasta que le sorprendió la muerte el 15 de Julio de 1876.
Otras historias sobre vidas y avatares de una pléyade de intelectuales, prohombres, y patriarcas de la libertad y el decoro, tanto en nuestra patria quisqueyana como en la tierra de Bolívar, emborronan las páginas de historia de nuestros respectivos países. El recuerdo de un Eduardo Scanlan, mortalmente herido en plena flor de su juventud (1887), en tributo a un amor prohibido y pecaminoso cubre de pesar y amargura las calles adoquinadas de la ciudad primada, y con su muerte, tiernas lágrimas de núbiles doncellas capitaleñas mostraron el horror y el pesar ante la muerte de un prestante y destacado venezolano, que durante su breve estancia de vida en nuestro suelo, cubrió de encanto poético, encanto y galantería la vida taciturna del Santo Domingo de entonces.
En los incontables capítulos del tortuoso sendero de la lucha contra la tiranía trujillista en nuestro país (1930-1961) nos encontramos también con muestras inequívocas del amplio, desinteresado y consistente apoyo recibido de parte de la nación sudamericana, su clase dirigente y el pueblo llano, para con la causa liberadora de los dominicanos.
Ángel Miolán, Juan Isidro Jiménez Grullón, Juan Bosch, Ángel Morales, Juan Rodríguez García –Juancito-, Pedro Pérez Cabral –Corpito- y otros tantos intelectuales, aguerridos dirigentes políticos y militares del movimiento anti trujillista en el exilio, desanduvieron infinitas veces por las hospitalarias calles de Caracas, Barquisimeto, y otros puntos claves de Venezuela, en donde pernoctaban y fraguaban los entretelones de la conspiración permanente en contra de la tiranía. Desde allí, y con la fraternal ayuda de gobiernos amigos y funcionarios solidarios, muchos de los cuales llegaron al extremo de exponer sus cargos y sus vidas en aras de la citada ayuda, gestionaron pertrechos y armaron expediciones revolucionarias. A través de las frecuencias radiales y la pluma vibrante del periodismo y la literatura difundieron a los cuatro vientos los postulados de la lucha sin cuartel sostenida desde el exilio para librar al pueblo dominicano de la cruel y sanguinaria dictadura que padecía.
Dentro de su prolífica producción intelectual y como legado de esos años, el eminente escritor, político y estadista dominicano Juan Bosch, entre su amplia producción en el género del cuento costumbrista de contenido social, legó a la posteridad un relato en el que ubica en tierras venezolanas sus reflexiones psicológicas y ansias libertarias. La muchacha de La Guaira, lleva por nombre.
De igual forma y como parte del recuento de esos años de ostracismo y pesar en que a los dominicanos en el exilio nunca les faltó la mano amiga y la colaboración de los venezolanos, recordamos también el amargo trance padecido por el general Juancito Rodríguez, un rico hacendado y militar vegano, hostigado hasta la saciedad por la tiranía, quien dispuso sus bienes, influencias y la vida propia para luchar hasta el fin enfrentando a la dictadura. Financió, en gran medida, la fallida invasión de Cayo Confites, en 1947, y Luperón, en 1949, al igual que la del 14 de junio de 1959, en la que cayó abatido su hijo José Horacio Rodríguez, junto a decenas de combatientes. Apesadumbrado y desalentado por estos hechos, puso fin a su vida, el 19 de noviembre de 1960, en Barquisimeto.
Los tentáculos de la dictadura habrían de aposentarse, también, en territorio venezolano, tratando de acallar el laborantismo incesante y la agitación que venían sosteniendo los cientos de exiliados dominicanos, así como el evidente apoyo que estos recibían de parte de la clase dirigente política de aquel país, y de manera principal, su presidente Rómulo Betancourt, quien se había unido a la cruzada en contra de la dictadura y hacía escuchar su voz en todos los escenarios que su alta investidura ponía a su alcance.
En ese tenor, se produce el grosero atentado contra la vida del presidente, en momentos en que se desplazaba con un contingente de vehículos, el 24 de Junio de 1960. Una bomba de 100 kilos de dinamita, colocada en un vehículo estacionado a la vera de la ruta de desplazamiento de la comitiva oficial, fue accionada a control remoto, impactando y haciendo volar por los aires el vehículo que encabezaba la caravana. El segundo automóvil, en que viajaba Betancourt, también fue embestido por la detonación colisionando e incendiándose de inmediato. En el atentado perdieron la vida varios oficiales y el chofer del vehículo presidencial. El Ejecutivo venezolano pudo escapar del siniestro envuelto en llamas y con quemaduras graves. Desde su reposo hospitalario responsabilizó a Trujillo del atentado y demandó de la OEA y las Naciones Unidas el arreciamiento de las sanciones en contra de la dictadura dominicana.
La unificación de acciones en pro del descabezamiento del sanguinario régimen de terror que imperó en nuestro país por espacio de más de tres décadas, solo pudo lograrse con la puesta en práctica de acciones solidarias, de un pueblo y gobernantes solidarios, como los que hemos tenido los dominicanos en los venezolanos y de manera especial, de parte de un estadista probo y decidido, como lo fue, en su momento, Rómulo Betancourt.
Dicho ejemplo fue seguido, sucesivamente, por Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez y, en menor medida, Nicolás Maduro, quien gobierna esa hermana nación en el presente. De cada uno de ellos, la nación dominicana ha recibido sobradas muestras de vibrante solidaridad, que ha sido expresada en el apoyo a nuestras demandas de tipo político o socioeconómico, en los organismos de debate a nivel mundial o regional y el territorio venezolano ha vuelto a ser, como en épocas anteriores, el fraterno albergue, en momentos en que algún dominicano errante ha requerido el auxilio del vecino sudamericano.
Como muestra de una de esas acciones en que se expresa de manera practica la solidaridad y ayuda mutua entre nuestros pueblos, resulta oportuno traer a colación las amplias facilidades ofrecidas por el gobierno venezolano desde mediados de la década de los 70 a fin de integrar personal técnico calificado, proveniente de países del área, en diferentes renglones de la industria petrolera, lo que motivó una novedosa y oportuna oleada migratoria de la que se beneficiaron muchos dominicanos y sus familiares.
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