jueves, 20 de octubre de 2016
CON LABORIOSIDAD Y HEROISMO DISCURRE LA VIDA EN MAO, LA DE LOS BELLOS ATARDECERES
Por Sergio Reyes II
Publicado originalmente el domingo, 9 de enero de 2011 en varios medios
(A Lucas, Marino e Isidoro)
Éramos –¿cómo podría explicarlo?-, un abigarrado grupo de jóvenes con el mundo a nuestros pies y una intensa vida por vivir. Y estábamos allí, en Mao, la ciudad de las jornadas heroicas en el proceso independentista y la Restauración de la República. Aquella que surgió como centro poblacional a consecuencia de las devastaciones de la ‘banda norte’ en los años 1605 y 1606; la que hubo de parir a los gallardos jóvenes del ‘Batallón Entre Ríos’, que dieron sobradas pruebas de coraje, audacia y valor en diferentes etapas de la vida republicana. Esa que fue ejemplo de la dignidad, de un pueblo que asumió la defensa de la Patria, pagando el alto costo de la inmolación, al enfrentar, en La Barranquita y a las órdenes de Carlos Daniel Grullón, con reducidos pertrechos, bravura de leyenda y un aguerrido ejército de abejas como aliados, a la abusiva injerencia de un país invasor. La misma que sirvió de asiento y escenario para muchas acciones gloriosas y la parte final en la vida del inigualable Desiderio Arias, héroe noroestano y de toda la Nación que supo ser maestro y prototipo de la guerra de guerrillas, amigo de los amigos, justo, leal y respetuoso de la palabra empeñada. Aquella que vio nacer en un rancho humilde de la Loma del Flaco, con el peligro y la asechanza de la ignominia rondando de manera amenazadora, a aquel que ha sido calificado por muchos como el más puro, honesto y combativo conductor de multitudes que ha parido la Patria, y que en vida llevó el nombre de José Francisco Peña Gómez.
En ese mismo acogedor y eufórico poblado de Santa Cruz de Mao, cuya gente ha dado pruebas sobradas de laboriosidad y ha desarrollado con ingenio y esfuerzo toda una tradición en la producción y cosecha de arroz, bananos, tabaco y otros rubros agrícolas -y que, aquí entre nos, exhibe como portaestandarte el indiscutible prestigio de contar con una alta proporción de las mujeres más hermosas de la región noroestana-, en ese idílico lugar, repito, nos encontrábamos, queriendo poner a rodar al mundo acorde a los caprichos y aspiraciones de nuestra juventud en ciernes, mientras realizábamos labores docente-administrativas en el Centro Universitario Regional del Noroeste (CURNO-UASD), un lejano día en los años 80.
Y hubo alguien que, apelando a las fibras más sensibles de ese ardiente corazón que palpita, a veces en forma desenfrenada en aquellos que se dejan atrapar en las redes del sentimiento, sugirió, con sobrada premeditación, mostrarnos un espectáculo impresionante, algo inusitado e inesperado, que habría de marcar en forma imperecedera el recuerdo que guardaríamos de Mao, en nuestros corazones.
Sin chistar –¡quién se habría atrevido a hacerlo!- seguimos dócilmente al racimo de jovencitas maeñas que con tanta solidaridad y dulzura hacían las veces de nuestras edecanes y guías turísticos, y , remontando la calle Duarte hacia el norte, en dirección a la entrada del pueblo, llegamos eufóricos, intrigados y despuntando la tarde a las inmediaciones de Hatico.
Una venerable imagen, que transpira y contagia la mansedumbre del amoroso Pastor de ovejas y Creador del Mundo, nos dio la bienvenida, erguido por encima de todos, en un sencillo pedestal y rodeado por un primoroso jardín sembrado de plantas engalanadas con multicolores flores.
Un profundo sentimiento de acogedora paz embargó a todos los allí presentes, al penetrar al solemne lugar construido para ser usado como centro de veneración y meditación por algún miembro del prestante apellido Bogaert que con esta donación al pueblo de Mao patentizaba su agradecimiento por la calurosa acogida y solidaridad con que los primeros inmigrantes de dicho tronco familiar fueron recibidos en este bello terruño.
Aquel día, al parecer, estaba hecho para las impresiones fuertes y a poco de caminar por los alrededores, deleitarnos con la hermosura de las vistosas flores y escuchar con atención las explicaciones sobre la historia del ‘Santo Bogaert’, las obras construidas y los múltiples servicios prestados por los miembros de la citada familia en beneficio del pueblo de Mao y la región, algún avezado observador se percató de que, por detrás del pedestal en que se erige la imagen, proyectada en la distancia y centelleando por entre las traviesas hojas de un árbol que dificultaba la mirada libre hacia el oeste, se insinuaban, con una majestuosidad insospechada, los destellos más singulares, jamás vistos ni imaginados del Astro Rey.
En verdad, las horas habían avanzado vertiginosamente. La agradable plática –¡y la compañía, por supuesto!-, habían creado el espacio adecuado e incubado el germen de donde habría de surgir el inolvidable recuerdo.
Sobrecogidos de la cálida mansedumbre que transpira el apacible espacio en donde se rinde culto de veneración a la simbólica imagen y bañados por los áureos destellos del imponente sol, comprendimos, sin mayores detalles, las razones por las que este paraíso noroestano es conocido como ‘La ciudad de los bellos atardeceres’.
Y en verdad que los refulgentes y encarnados rayos del implacable sol de la línea noroeste solo pueden ser apreciados y disfrutados a plenitud si se observan desde un paradisíaco lugar, como el mencionado y bajo el contagioso ambiente de paz y serenidad que allí se respira.
Las horas avanzaban a pasos galopantes. La noche se acercaba y algunas mesas reservadas de antemano en el antiguo Samoa Bar -frente al parque Amado Franco Bidó- nos esperaban para disfrutar del arte, la picardía y las excentricidades de Fefita la Grande, la Mayimba del merengue típico dominicano, cuya presentación estaba pautada para esa noche en la citada sala de fiestas.
Ya lo dije, al principio: ¡éramos portadores del toque mágico de la juventud, el mundo se plegaba ante nosotros y los bellos atardeceres de Mao y de toda la Línea Noroeste, también!
sergioreyII@hotmail.com
Enero 8, 2011. NYC
Publicado originalmente el domingo, 9 de enero de 2011 en varios medios
(A Lucas, Marino e Isidoro)
Éramos –¿cómo podría explicarlo?-, un abigarrado grupo de jóvenes con el mundo a nuestros pies y una intensa vida por vivir. Y estábamos allí, en Mao, la ciudad de las jornadas heroicas en el proceso independentista y la Restauración de la República. Aquella que surgió como centro poblacional a consecuencia de las devastaciones de la ‘banda norte’ en los años 1605 y 1606; la que hubo de parir a los gallardos jóvenes del ‘Batallón Entre Ríos’, que dieron sobradas pruebas de coraje, audacia y valor en diferentes etapas de la vida republicana. Esa que fue ejemplo de la dignidad, de un pueblo que asumió la defensa de la Patria, pagando el alto costo de la inmolación, al enfrentar, en La Barranquita y a las órdenes de Carlos Daniel Grullón, con reducidos pertrechos, bravura de leyenda y un aguerrido ejército de abejas como aliados, a la abusiva injerencia de un país invasor. La misma que sirvió de asiento y escenario para muchas acciones gloriosas y la parte final en la vida del inigualable Desiderio Arias, héroe noroestano y de toda la Nación que supo ser maestro y prototipo de la guerra de guerrillas, amigo de los amigos, justo, leal y respetuoso de la palabra empeñada. Aquella que vio nacer en un rancho humilde de la Loma del Flaco, con el peligro y la asechanza de la ignominia rondando de manera amenazadora, a aquel que ha sido calificado por muchos como el más puro, honesto y combativo conductor de multitudes que ha parido la Patria, y que en vida llevó el nombre de José Francisco Peña Gómez.
En ese mismo acogedor y eufórico poblado de Santa Cruz de Mao, cuya gente ha dado pruebas sobradas de laboriosidad y ha desarrollado con ingenio y esfuerzo toda una tradición en la producción y cosecha de arroz, bananos, tabaco y otros rubros agrícolas -y que, aquí entre nos, exhibe como portaestandarte el indiscutible prestigio de contar con una alta proporción de las mujeres más hermosas de la región noroestana-, en ese idílico lugar, repito, nos encontrábamos, queriendo poner a rodar al mundo acorde a los caprichos y aspiraciones de nuestra juventud en ciernes, mientras realizábamos labores docente-administrativas en el Centro Universitario Regional del Noroeste (CURNO-UASD), un lejano día en los años 80.
Y hubo alguien que, apelando a las fibras más sensibles de ese ardiente corazón que palpita, a veces en forma desenfrenada en aquellos que se dejan atrapar en las redes del sentimiento, sugirió, con sobrada premeditación, mostrarnos un espectáculo impresionante, algo inusitado e inesperado, que habría de marcar en forma imperecedera el recuerdo que guardaríamos de Mao, en nuestros corazones.
Sin chistar –¡quién se habría atrevido a hacerlo!- seguimos dócilmente al racimo de jovencitas maeñas que con tanta solidaridad y dulzura hacían las veces de nuestras edecanes y guías turísticos, y , remontando la calle Duarte hacia el norte, en dirección a la entrada del pueblo, llegamos eufóricos, intrigados y despuntando la tarde a las inmediaciones de Hatico.
Una venerable imagen, que transpira y contagia la mansedumbre del amoroso Pastor de ovejas y Creador del Mundo, nos dio la bienvenida, erguido por encima de todos, en un sencillo pedestal y rodeado por un primoroso jardín sembrado de plantas engalanadas con multicolores flores.
Un profundo sentimiento de acogedora paz embargó a todos los allí presentes, al penetrar al solemne lugar construido para ser usado como centro de veneración y meditación por algún miembro del prestante apellido Bogaert que con esta donación al pueblo de Mao patentizaba su agradecimiento por la calurosa acogida y solidaridad con que los primeros inmigrantes de dicho tronco familiar fueron recibidos en este bello terruño.
Aquel día, al parecer, estaba hecho para las impresiones fuertes y a poco de caminar por los alrededores, deleitarnos con la hermosura de las vistosas flores y escuchar con atención las explicaciones sobre la historia del ‘Santo Bogaert’, las obras construidas y los múltiples servicios prestados por los miembros de la citada familia en beneficio del pueblo de Mao y la región, algún avezado observador se percató de que, por detrás del pedestal en que se erige la imagen, proyectada en la distancia y centelleando por entre las traviesas hojas de un árbol que dificultaba la mirada libre hacia el oeste, se insinuaban, con una majestuosidad insospechada, los destellos más singulares, jamás vistos ni imaginados del Astro Rey.
En verdad, las horas habían avanzado vertiginosamente. La agradable plática –¡y la compañía, por supuesto!-, habían creado el espacio adecuado e incubado el germen de donde habría de surgir el inolvidable recuerdo.
Sobrecogidos de la cálida mansedumbre que transpira el apacible espacio en donde se rinde culto de veneración a la simbólica imagen y bañados por los áureos destellos del imponente sol, comprendimos, sin mayores detalles, las razones por las que este paraíso noroestano es conocido como ‘La ciudad de los bellos atardeceres’.
Y en verdad que los refulgentes y encarnados rayos del implacable sol de la línea noroeste solo pueden ser apreciados y disfrutados a plenitud si se observan desde un paradisíaco lugar, como el mencionado y bajo el contagioso ambiente de paz y serenidad que allí se respira.
Las horas avanzaban a pasos galopantes. La noche se acercaba y algunas mesas reservadas de antemano en el antiguo Samoa Bar -frente al parque Amado Franco Bidó- nos esperaban para disfrutar del arte, la picardía y las excentricidades de Fefita la Grande, la Mayimba del merengue típico dominicano, cuya presentación estaba pautada para esa noche en la citada sala de fiestas.
Ya lo dije, al principio: ¡éramos portadores del toque mágico de la juventud, el mundo se plegaba ante nosotros y los bellos atardeceres de Mao y de toda la Línea Noroeste, también!
sergioreyII@hotmail.com
Enero 8, 2011. NYC
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