lunes, 6 de junio de 2011

ELECCIONES DEL 1952 EN MAO

Por el Dr. Guarionex A. Flores Liranzo
Médico cardiocirujano

Era un jueves, un día antes de las elecciones presidenciales en la República Dominicana, y mi madre cubrió con la mantita en un enésimo intento al primogénito que había parido hacía apenas tres meses y dos dias. Todavía no se le había curado del todo el ombligo, a pesar de todo el arsenal de remedios caseros que aprendió cuando ayudó a su difunta madre a criar a sus numerosos hermanos. Aún le tenía puesta al niño la fajita mandada a comprar a Santiago de los Caballeros, que se estilaba aplicar a los recién nacidos para evitar que el ombligo se les agrandara como una tetera por el llanto. Momentos antes había encendido la lámpara de keroseno, pues el Mao rural de entonces sólo contaba con una pequeña planta eléctrica de veinte kilos de 6 de la tarde hasta las 10, es decir, que había una precaria electricidad durante cuatro horas. Se planchaba la ropa con planchas calentadas en brasas y unos pocos tenían congeladores movidos a gas. El hielo, traído desde Santiago, se conservaba en “neveras” de madera y hojalata, cubierto con cáscaras de arroz y un saco de henequén. Mao era una productiva comunidad agrícola, cabecera del entonces municipio perteneciente a la provincia de Santiago, rodeado por los ríos Mao, Ámina y Yaque del Norte, que le conferían el carácter de tierra entre ríos.

Aquella madrugada de mayo a las cinco se sentía el fresco de la sierra vecina a través de las paredes de tablas y el techo de zinc, por lo cual se echó sobre los hombros una estola para ir a encender el anafe dejado listo en la cocina, que como un gran adelanto arquitectónico, se encontraba dentro del cuerpo de la casa, evitando así la salida a la intemperie. En la oscuridad encendió el fósforo en la cajita que traía desde el dormitorio, donde quedaban su marido y el niño, al cual había trasladado desde el catrecito hacia la parte media del lecho. Ahuecando la otra mano puso el fósforo en el lugar preciso entre las astillas de cuaba, que ardieron al instante con su resinoso acento de pino serrano. Regresó a las tibias sábanas junto a su marido, un joven médico venido de la capital un año antes para trabajar en la Caja Dominicana de Seguros Sociales, contratado por el omnipotente gobierno de quien dirigía “los destinos nacionales” desde el 1930, el Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Todos estos títulos no bastaban para ocultar la terrible verdad de personificar una de las más sanguinarias dictaduras sufridas en Latinoamérica en todos los tiempos. Casi como un milagro concedido por el tirano, mi padre había podido realizar sus estudios de medicina en la Universidad de Santo Domingo no obstante haber pertenecido a la Juventud Democrática, grupo estudiantil antitrujillista. Al rato, mi madre volvió a la cocina, donde a la temblorosa luz de una jumeadora coló el café en un colador de tela y lo endulzó con azúcar parda. Eran casi las seis y ya se insinuaba la claridad del amanecer. Mi madre notó que su compañero estaba silencioso mientras tomaba su café y miraba hacia el “plafond” del dormitorio, velado por el imprescindible mosquitero.

Mi padre ostentaba el poco envidiable calificativo de enemigo del régimen, y al igual que su hermano mayor, Héctor, fue perseguido por los organismos de represión, quienes arrestaron a su hermano, y llegaron a sentenciar que habrían de matar a uno de los dos “para dar un ejemplo”. Ambos habían militado en la Juventud Democrática. De esto se enteraría mi abuela años después. No era de extrañar que el largo brazo de la dictadura que (sin querer ofender a Nuestro Señor) todo lo oía y lo veía en nuestro pequeño país y más allá, estuviera pendiente de avisar que a tan remoto rincón había ido a parar tan peligroso espécimen.

Era el 15 de mayo del 1952 y se anticipaba que en la farsa electoral del día siguiente, que Trujillo montaba cada cuatro años, se daba por seguro ganador a su hermano Héctor Bienvenido. Sin embargo, para guardar las apariencias, la población bajo el terror era empujada a ese matadero electoral, y los empleados públicos y privados estaban encargados, mediante Decreto, de las mesas electorales.

A mi padre le tocó ir de presidente de una mesa en el paraje llamado Jinamagao, cercano al poblado de Ámina, distante este apenas unos ocho kilómetros, donde debía estar un día antes de las elecciones. Otros encargados de mesa en Ámina fueron enviados por carretera en un camión dando un rodeo de unos catorce kilómetros, pasando por Esperanza. Él, sin embargo, debía llegar al lugar en la tarde por un camino de herradura que cruzaba el río Mao, separado del pueblo por uno o dos kilómetros, y el cual para la época siempre estaba fuera de sus márgenes, con sus impetuosas aguas hinchadas por las lluvias de mayo. Esto lo sabía desde el día anterior cuando preguntó porqué no se le transportaba junto a los que iban hacia Ámina en el camión por lugar seguro.

El presidente de la Junta Municipal Electoral, aparte de presidente del único partido, el Partido Dominicano, le contestó que eso era absolutamente necesario para el éxito del proceso, insinuándole desagradables consecuencias su desobediencia a las órdenes recibidas.

Omitiremos por respeto a su familia el nombre de dicho personaje, que como muchos dominicanos se había adherido al régimen de terror que erradicó a sangre y fuego en las lomas circundantes el último resabio del caciquismo encarnado en el General liniero Desiderio Arias el 20 de junio de 1931, a quien le cortaron la cabeza luego de ser abatido. El funcionario electoral, con perversa anticipación sabía lo de la crecida del río y por eso le reservó a mi padre el privilegio de cruzarlo a caballo para ir a cumplir con el cívico deber encomendado. De manera ambivalente le humillaban, y de paso le ponían en peligro.

El punto de partida era el Parque del pueblo, que distaba una cuadra de su hogar, y al llegar al río y confirmar sus temores, mi padre decidió regresar a su casa con el pretexto de buscar su cédula de identidad personal. Serían alrededor de las tres de la tarde. Mi madre sintió su voz al llamarla desde la puerta de campo (portón del patio), y asomándose al mismo le vio sobre aquel enorme caballo. A mi madre le sorprendió y le dio risa ver la figura regordeta no habituada a montar y que le pedía que le trajera el niño para verlo antes de irse. Eso hizo su fiel esposa, trajo el producto del amor de ambos y lo alzó hacia sus manos. Esa fue la silenciosa despedida de un padre con su hijo, al que pensaba no volvería a ver, lo cual le mantuvo oculto a mi madre hasta superado el episodio.

De regreso al río, el guía que aguardaba indicó adelantándose, el punto para cruzar la estruendosa corriente. Este era un práctico del cruce, que sabía nadar, y se ofreció por una pequeña suma a ayudarlos a pasar. Mi padre llevaba en una valija las boletas, sello y actas de votación, atada a la grupa del animal, y trató de que éste siguiera justo detrás del práctico. Notó con espanto que el caballo no lo obedecía y se apartaba un poco cuando el agua llegaba a la altura de las rodillas de su pantalón, desesperándose cuando vio que el nivel del agua subía y los arrastraba. El buen hombre, que Dios debe tener en privilegiado lugar, al notar el apuro del inexperto jinete, volviéndose hacia mi padre le gritó: - “¡Déjele la rienda sueita, que'ei caballo bucará ei mejoi camino!”. Durante segundos que parecieron una eternidad flotaron en aquellas turbias aguas hasta que mi padre sintió que el noble animal de nuevo afincaba las patas en el lecho rocoso, a considerable distancia río abajo. Así salieron de esta macabra prueba jinete obligado y caballo.

Como era de esperar, el ganador indiscutible de las elecciones fue el hermano del dictador. Mi padre regresó a Mao en el camión con los demás.

No se puede dejar de analizar la maldad extrema que movió a las autoridades políticas de aquella apartada población a tramar cómo poner en peligro la vida de una persona por el simple hecho de no tener su misma forma de pensar o de actuar. Trujillo era un monstruo de maldad y pudo sostenerse tantos años porque contaba con numerosas personas que le hacían el trabajo de atormentar a sus adversarios, por más lejos que se encontrasen. Recuerdo que mi padre, al narrarme esta historia no se sentía amargado ni con odio, simplemente daba gracias a Dios por haber sobrevivido para contarla.

1 comentario:

  1. Espisodio como este me traen a la memoria "Macondo" como lugar para el ensayo del miedo y poner a pruebas al o los personajes, para que se delatasen o contradigan y así ejecutar sus monstruosidades y con ello congraciarse con el Jefe. Adulones y calieses se vanagloriaban con este tipo de accion.

    Afectos de Ley S.

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