miércoles, 28 de octubre de 2009

Entrevista a León David

Por Francisco Almonte

Juan José Jimenes Sabater (León David) nace en la ciudad de La Habana, Cuba, el 25 de junio del año 1945. Es hijo de Juan Isidro Jimenes Grullón, reconocido escritor y político dominicano y de Amada María Sabater Rosales, declamadora cubana. León David es un destacado maestro de las letras que ha incursionado, con éxito, en varios géneros literarios como poesía, teatro, diálogos de ideas, cuentos, crítica y aforismos, entre otros. De su pluma han surgido títulos como: Poemas, 1970; Compañera: Sonetos para Ulla, 1980; Narraciones truculentas: De poetas, filósofos y mujeres, 1980; Poemas del hombre anodino, 1984; Parábola de la verdad sencilla, 1985; Poemas del hombre nuevo, 1986; Trovas del tiempo añejo, 1986; Huellas sobre la arena, 1986; Adentro (dos tomos), 1986; Cánepa, 1988; Guirnalda: Antología poética, 1993; Diotima o de la originalidad, 1995; Los nombres del olvido, 1988; Cincuenta poemas para amansar la muerte, 2006; Antología esencial, 2006; en adición a otros libros no menos importantes.

"El abandono de la lectura inteligente, que ha sustituído la abúlica contemplación de la pantalla chica, la insoportable frivolidad de un estilo de vida hedonista, la búsqueda insaciable del placer de los sentidos, la persecución obsesiva de la riqueza, el poder y la fama...".

F. A: ¿Cuáles motivos lo han inclinado hacia la literatura?

L. D: Hasta donde puedo conjeturar, vine al mundo con cierta aptitud para irrumpir en los arcanos estéticos de la palabra. Desde muy niño, escuchando declamar a mi madre y a mi padre, pude adentrarme en el misterio de la belleza al que los escritos de los grandes poetas y narradores convidaban. Y encontré en el hogar, en la biblioteca familiar y en las suculentas conversaciones que allí se sostenían, la mejor escuela donde afianzar y nutrir mi temprana vocación por las letras.

F. A: ¿A qué edad y en qué género se inicia como escritor?

L. D: Recuerdo que mi primera incursión en los dominios de la literatura fue una obra de teatro sobre un conocido episodio de la Guerra de Independencia de Cuba, que escribí a los nueve o diez años de edad, texto rudimentario que se representó en la escuela donde cursaba la primaria con el éxito inevitable que un público infantil nada exigente suele asegurar a semejantes travesuras. Luego, durante mi adolescencia y primera juventud, perpetré numerosos poemarios imperdonables que tuve, sin embargo, la lucidez de entregar al irrevocable abrazo de las llamas. Tales fueron mis no demasiado prometedores inicios literarios.

F. A: ¿Cómo se percibe a sí mismo como literato?

L. D: Entiendo que soy un literato a la antigua usanza; esto es, creo en la perfección, importuno la belleza, me mueve el convencimiento de que la palabra, en su función estética, contribuye al ennoblecimiento, dignificación y trascendencia de la vida humana. Porque de ello estoy persuadido, escribo. Si tal no fuera mi certidumbre, me consagraría a cualquier otra actividad, acaso a la plebeya pero no por ello menos necesaria de lustrar zapatos en un banco del parque.

F. A: ¿De dónde surge el pseudónimo de León David?

L. D: Lo adopté a comienzos de la década de los setenta, en ocasión de ciertas engrifadas críticas de teatro que en esos días escribí y que la prensa dominicana cometió la inadvertencia de dar a la luz pública. Quería yo ocultarme en ese entonces tras un nombre falso, acaso por inseguridad ya que –cosa poco acostumbrada- fustigaba sin compasión en tales artículos a comediantes y dramaturgos prestigiosos; pero también elegí el pseudónimo para no cobijarme cómodamente bajo la enorme autoridad intelectual de mi padre, el Dr. Juan Isidro Jimenes Grullón... Y sucedió lo que jamás anticipé: ahora todo el mundo me conoce como León David y casi nadie sabe que hay un tal Juan José Jimenes transpirando en cada letra de ese nombre supuesto

F. A: ¿Cuáles factores considera usted que le hacen más daño a la literatura?

L. D: La ignorancia, plaga que desde tiempos inmemoriales ha acompañado a la humanidad; la lucha diaria en pos de los imprescindibles bienes que reclama la subsistencia, empresa fragosa que no da tregua ni respiro al grueso de la población; el descalabro de la enseñanza de las humanidades en los centros de educación media y universitaria; el abandono de la lectura inteligente, a la que ha sustituido la abúlica contemplación en la pantalla chica de imágenes insulsas o degradantes; y last but not least, la insoportable frivolidad de un estilo de vida hedonista, centrado en el consumo compulsivo, que encarece por sobre todas las cosas la búsqueda insaciable del placer de los sentidos, la persecución obsesiva de la riqueza, el poder y la fama, desvelos éstos ajenos a los sublimes ideales y utopías a los que debemos, en el terreno de la moral, la religión, la ciencia y las artes, los más irrenunciables logros de la civilización..

F. A: ¿Cuáles escritores nacionales y extranjeros han influido en su formación literaria? Por favor, explique su respuesta.

L. D: Me asalta la sospecha de que los escritores cuyas creaciones supremas forman parte desde la antigüedad greco-romana hasta nuestros días del canon occidental, han dejado todos –unos en mayor medida que otros- alguna huella que no sería arduo rastrear en mi obra. No le tengo temor a las influencias estilísticas o temáticas. Todo lo contrario: me estimulan y las cortejo... Ahora bien, si nos circunscribimos a los autores de lengua española más cercanos en el tiempo, me parece que no estaría incurso en error quien aseverase que plumas como José Martí, Unamuno, Rubén Darío, Antonio Machado, García Lorca, León Felipe, Neruda, Borges, Mieses Burgos, Moreno Jimenes, Pedro Henríquez Ureña –entre otros muchos que la memoria, encaprichada, se niega a recordar- se hacen sentir tanto en los versos como en la prosa míos. Siempre me ha atraído la grandeza. De ella me dejo contagiar. Nada espolea más mi numen que la lectura de una página gloriosamente escrita... Por esa razón acudo, ansioso y reverente, a quienes nunca me defraudan, a mis maestros: los clásicos.

F. A: Usted ha afirmado que no escribe para todo el mundo, ¿se siente identificado con el culteranismo?

L. D: Ensayemos deshacer un equívoco asaz encontradizo y enojoso: no me siento identificado con el culteranismo, pero sí con la cultura y la belleza. Mas como vivo en un medio social ignaro y, por consiguiente, de gusto primitivo, basto y grosero, estoy plenamente impuesto de que mis libros sólo serán frecuentados –y con suerte distinguidos- por unos pocos espíritus selectos. Escribo desde mi condición de hombre que aspira a saborear los frutos superiores de la inteligencia y la sensibilidad. Si esto no interesa al vulgo, no es mía la culpa. ¡Qué más quisiera yo que mis escritos los leyese el pueblo! No es así..., sólo me queda deplorarlo, y seguir escribiendo.

F. A: A su juicio, ¿cuál debe ser la misión del escritor?

L. D: Escribir bien. En tanto que escritor, nada más se le debe pedir. En tanto que hombre..., bueno, ya eso es harina de otro costal.

F. A: De los géneros que cultiva, ¿con cuál se siente más identificado?

L. D: Con el que tenga entre manos en un preciso y singular momento. Los géneros no son más que cauces distintos por donde fluye siempre la misma agua del misterio esencial. Y lo que importa es que el cauce –cualquiera que éste sea- no esté seco. Teatro, poema, cuento, novela, aforismo, diálogo de ideas, ensayo, ¡qué más da!... El género es, hasta cierto punto, circunstancial; la verdad de estético abolengo que por él transita, profunda, eterna, inagotable.

F. A: ¿Por qué todavía no ha escrito novelas?

L. D: Porque como creador –no así como lector- nunca me he sentido atraído por esa modalidad de relato ficticio. La novela no ha tocado todavía a mi puerta y acaso jamás lo haga. El que abordemos un género u otro depende de propensiones anímicas recónditas sobre las que tenemos escaso control. No se escribe una novela porque decidas hacerlo, sino que ella, desde los entrañables predios del alma, resuelve y exige que le prestes tu voz. Y eso, mutatis mutandis, ocurre con las demás formas tradicionales del quehacer literario.

F. A: Hablando de poesía, ¿cuáles condiciones o requisitos básicos debe reunir la poesía para ser poseedora de calidad?

L. D: La calidad poética no tiene explicación. La adviertes y te asombras cuando topas con ella, pero no puedes dar razón de su existencia. Porque ésta no es fruto de artificios o conocimientos que admitan ser asimilados y aprendidos. La buena poesía -¿acaso hay otra?- cabe ser forjada de muchos modos diferentes, pero ninguna manera de poetizar asegura por sí sola la virtud del poema. Lo único cierto en esta complejísima materia es que el lenguaje poético suele ser musical, densamente metafórico, alusivo, simbólico, indirecto..., y siempre sorprendente.

F. A: ¿Considera como los creacionistas que el poeta es un pequeño Dios?

L. D: Se me hace que pareja opinión, amén de inexacta, delata soberbia y fatuidad. El poeta no es un dios ni grande ni pequeño. Es un simple mortal que, si nació con algún talento lírico y la fortuna le sonríe, podrá amonedar un manojo de versos que las generaciones futuras no se resignarán a preterir.

F. A: ¿Por qué concede más importancia al ritmo que a la temática de la poesía?

L. D: Aclaremos las cosas: lo que funda la dignidad estética del poema es el tratamiento que el autor le ha dado, no su temática. Es la manera como ha sido desarrollado el asunto lo que confiere elevación artística a la creación verbal. El tema del poema interviene como uno más de los componentes que el aedo moldea para obtener el resultado expresivo que procura. Cabe éste hallaremos las felices y novedosas imágenes, la sonoridad acariciante de ciertas frases y expresiones, los imponderables artificios acústicos del verso, los acentos, la rima y tantos otros recursos sintácticos, semánticos y fonéticos cuyo pormenorizado examen tendré la prevención de ahorrarte, recursos que, en todo caso, apuntan al mismo objetivo: gestar un orbe imaginario de cautivador talante que allende el significado usual de las palabras –pero sin renegar de éste- nos enfronte al ser, a la prodigiosa dimensión de lo cósmico, infinito y originario.

F. A: Para aprehender los misterios de la fantasía poética ¿debe emplearse la intuición o la razón?

L. D: La intuición y la sensibilidad y la imaginación, si no me pago de apariencias. La razón es otra cosa. No es mediante la lógica discursiva que abriremos las puertas que permiten la entrada al universo enigmático del poema.

F. A: Usted ha escrito: “la razón del mundo no es... el mundo de la razón”, ¿podría explicar ese retruécano?

L. D: Con ese enunciado paradójico intento poner de resalto algo en el fondo obvio: que hay una explicación última, elusiva, inabarcable, que da cuenta de eso que llamamos “universo” o “realidad”, un ignoto y desafiante “por qué” que por más empeño que pongamos en esclarecerlo, siempre permanecerá refractario a los esfuerzos de elucidación del pensamiento humano.

F. A: ¿Podría asegurarse que usted posee una aprehensión mística del cosmos?

L. D: Si al misticismo se le despoja de su tradicional connotación confesional y fideísta, acaso deba responder a esa pregunta afirmativamente.

F. A: ¿A qué se debe que en su producción literaria siempre está soñando sueños que lo sueñan a usted?

L. D: Tal vez porque el sueño es la más cumplida y cabal metáfora de existencia humana, habida cuenta de que siempre que nos aplicamos a soñar nos zambullimos en esa zona profunda de nuestro ser, universal y arquetípica, de donde manan todos los símbolos de los que medran el arte y la literatura. Cuando hacemos poesía soñamos despiertos; cuando soñamos, poetizamos dormidos.

F. A: ¿Cree en la vida espiritual después de la muerte?

L. D: El yo y la conciencia individual –a Dios gracias- terminan con la muerte. A partir de ahí no sabemos lo que sucederá..., pero sospecho que el cosmos guarda algunos secretos extraordinarios a los que sin duda algo que fue León David –y entonces será acaso polvo, vacío, silencio y estupor- estará convidado.

F. A: Usted afirma que el ser humano es una criatura metafísica, ¿podría ampliar esa idea?

L. D: Ocuparse de lo sustancial y originario, del Ser, de la ancestral comarca que la realidad fenoménica revela y oculta a un tiempo mismo, debe ser reputado por el más noble oficio de la criatura humana. ¿Por qué estamos donde estamos?, ¿qué rumbo dar a la existencia?, ¿cuál es el valor y sentido de la vida?, he aquí una serie de preguntas para las que la ciencia nunca tendrá respuestas, aunque sea capaz de alcanzar las estrellas y descifrar el código genético de todas las especies vivientes. Y ocurre que tales planteos, rebeldes al proceder indagador científico pero propios de la cavilación metafísica, no admiten ser escamoteados si queremos dar fe de levantada dignidad moral y superior inteligencia. Eso lo saben perfectamente el filósofo, el místico y el poeta. Quien no ha llegado a descubrirlo sólo a medias puede llamarse hombre.

F. A: ¿Por qué considera que el orden metafísico es inmanente a la eternidad?

L. D: Por la sencilla razón de que la metafísica es un sumergirse en las esencias. Y lo esencial, si no perdura, no es esencial.

F. A: En cuanto a la percepción sensorial, ¿entiende que los sentidos del sujeto proporcionan imágenes correctas de los objetos percibidos?

L. D: Proporcionan imágenes que el capricho de nuestra constitución cerebral consagra como “verdaderas”, imágenes frecuentemente aprovechables, sorprendentes a veces y engañosas en más de una ocasión..., pero “correctas” sería el último calificativo que me pasaría por las mientes adjudicarles.

F. A: Para finalizar, ¿qué juicio le merece la crítica literaria?

L. D: Varios ensayos he publicado que pretenden –quizás sin demasiado éxito- ofrecer satisfactoria contestación a esa pregunta. Ahora sólo me animo a decirte que, siempre y cuando su autor sea un individuo sensible, ecuánime, culto, perspicaz, suficientemente sensato como para abominar de modas académicas y esoterismos seudo-científicos en candelero, y posea, otrosí, la necesaria competencia lingüística como para expresar las ideas con elegancia y brillo, la crítica que de su pluma brote resultará valiosa y esclarecedora al punto de tornarse imprescindible. Cuando se convierte en un género literario creativo, sin dejar de lado el insoslayable cometido de interpretación y enjuiciamiento, ha encontrado la crítica su verdadera vocación y más genuina identidad.

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