lunes, 23 de abril de 2012
SEGÚN DARÍO 18:07
LAS EXCENTRICIDADES DE GARCÍA MÁRQUEZ
Por Rafael Darío Herrera Rodríguez
El autor es historiador y educador. Miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Historia.
En la recién finalizada Semana Santa decidí releer Vivir para contarla (2002) de García Márquez para lo cual tuve presente la propia sugerencia del autor de que “solo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos”. Como siempre en la relectura se descubren cuestiones que en la primera lectura no se tuvieron en cuenta las cuales deseo compartir con los amables lectores de Mao en el corazón y me hicieron pensar que en este texto García Márquez no trazó límites entre lo ficticio y lo real, pues se supone que en una memoria deben relatarse hechos reales. ¿O será que en América la realidad supera la ficción?
El texto se inicia con la solicitud de su madre Luisa Santiago para que García Márquez lo acompañe a Aracataca a vender la casa de los abuelos. De su progenitora afirma que en sus cuarenta y cinco años de edad tuvo once partos (por lo que permaneció casi diez años embarazada) y otros tantos amamantando, es decir, había pasado casi la mitad de su vida en esos menesteres. Y “no había acabado de criar un hijo cuando nacía el otro”. La situación llegó al extremo que ella le encomendaba a los mayores el cuidado de los menores. A la familia se agregaban otros hijos que el padre tuvo fuera del matrimonio.
García Márquez vivió una infancia sumido en la pobreza. Refiere que en una ocasión su madre, quien siempre decía que “la pobreza se nota en los ojos”, compró una rodilla de buey que “hirvió día tras día para el caldo cotidiano cada vez más aguado, hasta que ya no dio para más”.
Para febrero de 1950, García Márquez declara que se fumaba la friolera de 70 cigarrillos diarios (25 mil anuales). “Encendía un cigarrillo, dice, con la brasa del otro hasta que ya no podía más”. Prefería fumar antes que comer y regularmente quemaba las sábanas y mesas con los cigarrillos.
Pero las expectativas de la madre de obtener dinero con la venta de la casa se desvanecieron pues la casa se hallaba destartalada y los inquilinos presentaron facturas de reparaciones superiores a las deudas, además de que la misma tenía una hipoteca pendiente de pago. En una de las habitaciones de la casa de Aracataca (donde tronaba siempre a las tres de la tarde) todavía permanecían amontonadas las 70 bacinillas que los abuelos de Luisa Santiago compraron cuando esta recibió la visita de sus compañeras de curso. En una ocasión un toro cimarrón, escapado de la plaza, penetró en la casa y destrozó los muebles de la panadería y las ollas de los fogones.
En Aracataca, la aldea que le sirvió de referencia a García Márquez para construir el mundo mágico de Macondo, que inicialmente esbozó en La Hojarasca, las temperaturas eran tan elevadas que las vías del ferrocarril y los campamentos de la United Fruit Company se construyeron de noche porque durante el día era imposible “agarrar las herramientas recalentadas al sol”.
Pero el más inverosímil e insólito de los relatos contenidos en este libro es el de la tía Francisca Simodosea, “virgen y mártir”, quien un día se sentó en su cuarto, tomó varias “sábanas inmaculadas” y confeccionó su propia mortaja a su medida y la muerte la esperó por dos semanas hasta que la tuvo terminada. Esa noche, sin estar enferma ni sentir dolor, se “echó a morir en su mejor estado de salud. Solo después los familiares se dieron cuenta de que la noche anterior había llenado los formularios de defunción y cumplido los trámites de su propio entierro”. ¿Será posible semejante hazaña?
Pero la anécdota más graciosa contada por Gabito en sus memorias aconteció cuando su padre llegó de noche a la casa enloquecido por el alcohol, un minuto después de que una gallina había depositado materia fecal sobre la mesa y la madre, para que el padre no lo notara, la cubrió rápidamente con un plato. Y cuando le preguntó a su marido qué deseaba comer este le soltó un gruñido: Mierda. “La esposa levantó entonces el plato y con su santa dulzura le dijo: Aquí la tienes.
Cuando laboraba como reportero García Márquez refiere que su conciencia quedó “alborotada” con el enigma de una niña de doce años sepultada en el convento de Santa Clara cuyo cabello le creció más de veintidós metros en dos siglos. En fin, leer o releer Vivir para contarla nos permite conocer los avatares de un gran escritor, sus precariedades, la dificultad para definir su vocación, sus lecturas, la historia literaria y política de Colombia y sobre todo cómo Gabito se nutrió del ambiente para construir su mundo mágico. Prácticamente de cada aspecto de su vida en Aracataca construyó una novela. De los tormentosos amores de sus padres, por ejemplo, surgió El amor en los tiempos del cólera y así sucesivamente.
Por Rafael Darío Herrera Rodríguez
El autor es historiador y educador. Miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Historia.
En la recién finalizada Semana Santa decidí releer Vivir para contarla (2002) de García Márquez para lo cual tuve presente la propia sugerencia del autor de que “solo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos”. Como siempre en la relectura se descubren cuestiones que en la primera lectura no se tuvieron en cuenta las cuales deseo compartir con los amables lectores de Mao en el corazón y me hicieron pensar que en este texto García Márquez no trazó límites entre lo ficticio y lo real, pues se supone que en una memoria deben relatarse hechos reales. ¿O será que en América la realidad supera la ficción?
El texto se inicia con la solicitud de su madre Luisa Santiago para que García Márquez lo acompañe a Aracataca a vender la casa de los abuelos. De su progenitora afirma que en sus cuarenta y cinco años de edad tuvo once partos (por lo que permaneció casi diez años embarazada) y otros tantos amamantando, es decir, había pasado casi la mitad de su vida en esos menesteres. Y “no había acabado de criar un hijo cuando nacía el otro”. La situación llegó al extremo que ella le encomendaba a los mayores el cuidado de los menores. A la familia se agregaban otros hijos que el padre tuvo fuera del matrimonio.
García Márquez vivió una infancia sumido en la pobreza. Refiere que en una ocasión su madre, quien siempre decía que “la pobreza se nota en los ojos”, compró una rodilla de buey que “hirvió día tras día para el caldo cotidiano cada vez más aguado, hasta que ya no dio para más”.
Para febrero de 1950, García Márquez declara que se fumaba la friolera de 70 cigarrillos diarios (25 mil anuales). “Encendía un cigarrillo, dice, con la brasa del otro hasta que ya no podía más”. Prefería fumar antes que comer y regularmente quemaba las sábanas y mesas con los cigarrillos.
Pero las expectativas de la madre de obtener dinero con la venta de la casa se desvanecieron pues la casa se hallaba destartalada y los inquilinos presentaron facturas de reparaciones superiores a las deudas, además de que la misma tenía una hipoteca pendiente de pago. En una de las habitaciones de la casa de Aracataca (donde tronaba siempre a las tres de la tarde) todavía permanecían amontonadas las 70 bacinillas que los abuelos de Luisa Santiago compraron cuando esta recibió la visita de sus compañeras de curso. En una ocasión un toro cimarrón, escapado de la plaza, penetró en la casa y destrozó los muebles de la panadería y las ollas de los fogones.
En Aracataca, la aldea que le sirvió de referencia a García Márquez para construir el mundo mágico de Macondo, que inicialmente esbozó en La Hojarasca, las temperaturas eran tan elevadas que las vías del ferrocarril y los campamentos de la United Fruit Company se construyeron de noche porque durante el día era imposible “agarrar las herramientas recalentadas al sol”.
Pero el más inverosímil e insólito de los relatos contenidos en este libro es el de la tía Francisca Simodosea, “virgen y mártir”, quien un día se sentó en su cuarto, tomó varias “sábanas inmaculadas” y confeccionó su propia mortaja a su medida y la muerte la esperó por dos semanas hasta que la tuvo terminada. Esa noche, sin estar enferma ni sentir dolor, se “echó a morir en su mejor estado de salud. Solo después los familiares se dieron cuenta de que la noche anterior había llenado los formularios de defunción y cumplido los trámites de su propio entierro”. ¿Será posible semejante hazaña?
Pero la anécdota más graciosa contada por Gabito en sus memorias aconteció cuando su padre llegó de noche a la casa enloquecido por el alcohol, un minuto después de que una gallina había depositado materia fecal sobre la mesa y la madre, para que el padre no lo notara, la cubrió rápidamente con un plato. Y cuando le preguntó a su marido qué deseaba comer este le soltó un gruñido: Mierda. “La esposa levantó entonces el plato y con su santa dulzura le dijo: Aquí la tienes.
Cuando laboraba como reportero García Márquez refiere que su conciencia quedó “alborotada” con el enigma de una niña de doce años sepultada en el convento de Santa Clara cuyo cabello le creció más de veintidós metros en dos siglos. En fin, leer o releer Vivir para contarla nos permite conocer los avatares de un gran escritor, sus precariedades, la dificultad para definir su vocación, sus lecturas, la historia literaria y política de Colombia y sobre todo cómo Gabito se nutrió del ambiente para construir su mundo mágico. Prácticamente de cada aspecto de su vida en Aracataca construyó una novela. De los tormentosos amores de sus padres, por ejemplo, surgió El amor en los tiempos del cólera y así sucesivamente.
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