lunes, 19 de marzo de 2012

REMEMBRANZAS

EL CRIMEN PERFECTO
Por el Dr. Guarionex Flores Liranzo

Era un día de mis vacaciones universitarias. Como era usual, no tenía mucha prisa en levantarme pues no había muchas cosas planificadas. Mejor dicho, no había nunca nada planificado y los días por lo regular pasaban con la indolente placidez del discurrir en el caluroso suroeste dominicano a comienzos de los setenta del siglo veinte. Sin embargo, para la familia Matos Toral no era un día rutinario, pues, poco antes del amanecer ya iba, en el carro de “Mi Negro”, de la línea Estrella Blanca, rumbo a la capital para asistir a las exequias de la abuela de mi amigo Eugenio, mi anfitrión.

Ya llevábamos tres años de estudios en la carrera de medicina y éramos muy buenos amigos, a pesar de que él había intentado infructuosamente de robarme una novia en la Facultad. Pero esa es otra historia que no viene al caso, pues en compensación, en Barahona me presentó a varias amigas suyas.

El carro de “Mi Negro” iba casi lleno con la delegación integrada por Eugenio, su madre Esther y sus hermanas Esther Olimpia y Rosario, y pienso que irían apenas por Azua cuando vi a Eudocia bajar los tres escalones del frente de la casa. Se dirigía con su monedero (apresado por el sobaco derecho), rumbo al mercado, con un encargo muy especial: la adquisición de una docena de biajacas. Ya eran las siete y media de la mañana y Don Marino, el papá de Eugenio, y yo, nos encontrábamos tomando el desayuno. El mío consistía en un generoso montículo de mangú con huevos fritos, aguacate y un vaso de leche. El de Don Marino era, por prescripción, muchísimo más ligero, aparte de soso, pues debían cuidarlo de los excesos culinarios del pasado, de antes de que sufriera un derrame cerebral que le dejó un lado muerto, precisando ayuda para movilizarse del aposento al comedor y a la mecedora en la galería frontal, desde la que atisbaba el movimiento de la calle Uruguay. Allí sentado recibía las visitas de amistades y parientes, y sobre todo de los riferos y quinieleros a los que abonaba siempre el 78, el número de la casa.

Mientras yo leía algún libro, de los muy buenos que habían en la casa, me asaltó la pregunta de cómo hacían en esa familia para vivir tanto, pues la abuela muerta era la mamá de Don Marino, y tendría más de noventa años. Ahora estoy convencido que se debe a los excelentes plátanos que se cultivan en la región y al agua del río Birán. Lo que no entendía era el porqué de la veda que existía en la casa de mi amigo para ciertas exquisiteces locales por las que Don Marino profesaba una militante, pero reprimida devoción.

Este era el caso de que allí estaba prohibida la entrada de biajacas, tilapias y guabinas. Es posible que el carácter plebeyo de estas fuentes proteínicas no contara con el beneplácito de las mujeres que gobernaban la familia. Por suerte para Don Marino, yo procedía de una familia con menos remilgos culinarios y de inmediato aprobé el plan que puso en marcha tan pronto se ausentaron las mujeres y el hijo aspirante a médico, émulo de aquel criminal que tanto mortificó a Sancho Panza en el frustrado banquete de la efímera y trucada ínsula.

Todo empezó cuando desayunábamos y le planteé a Don Marino mi interés en probar algo autóctono de la región, específicamente biajacas, lo cual produjo en él una pícara sonrisa y un brillo de entusiasmo en sus ojos azules, ya que aprovecharía la ausencia de sus amorosas dictadoras para hacer algo de su propio albedrío.

El elemento nodal de la infracción sin duda que lo constituía Eudocia, la cocinera de tantos años, quien a pesar de ser tuerta tenía muy buen ojo para sazonar, y cuya extracción social, contrapuesta a la de sus empleadores, le hacía subestimar las justificaciones pueriles para no admitir en la mesa familiar el mondongo, el bofe, los chicharrones, y tantas otras delicattessen que abundaban en el Mercado Municipal.

Así pues, llegado el momento de la verdad – el almuerzo - nos encontramos frente a frente Don Marino y yo en los extremos de la larga mesa (acompañados por Vilma, la hermosa nietecita), donde nos había colocado Eudocia sendas fuentes llenas hasta el tope con un guiso de biajacas sumergidas en la salsa de coco más deliciosa que he probado en mi vida. Como guarnición nos presentó una batería de plátanos hervidos y aguacate.

Apenas probaba yo aquella ambrosía, cuando Don Marino empezó a toser porque se había tragado alguna espina, poniéndose de un color rojizo tirando a azuloso. Es de imaginar el pánico que me asaltó imaginándome que se muriera el papá de mi amigo por participar de algo prohibido y ser yo el promotor de la tragedia. Rápidamente me puse a su lado y le insté a que tragara un bocado de plátano, lo cual tuvo un rápido y curativo efecto, tras lo cual proseguimos nuestro festín.

Aquello fue digno de plasmar en celuloide, pero con la salvedad de que tendría que ser del cine mudo pues no dijimos ni media palabra, y de fondo solo se escuchaba la orquestación como de un lejano fragor de metales chocando en los confines de los hondos platos, con oportunas repeticiones de rellenado y desaparición. El final del banquete podría asemejarse al de una sinfonía, no por la complejidad sino por la forma majestuosa con que Don Marino agarró con su mano buena el plato, para sorber el último caldito con un deleite y sonoridad que al instante acompañé en un trémulo prolongado a dos probóscides.

Cuando llegaron en la noche los fatigados dolientes, no encontraron rastro alguno del crimen cometido, del cual fui un decidido coautor, aunque creo que mi feliz participación fue solo circunstancial y que el delito sólo esperaba la oportunidad. Esta anécdota es recordada en la familia hasta el día de hoy.

3 comentarios:

  1. Guaro:

    Por suerte que acabo de almorzar... (y aun así "se me hizo la boca agua"). ¡Qué manjar más bien descrito! Sin lugar a dudas, el susto con el atragantamiento del dueño de la casa, valió la pena. ¿No nos podemos inventar otro viaje para Barahona?

    Un abrazo,

    Fernan Ferreira.

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  2. Quarionex pone nostálgico a cualquiera, con esta narrativa llena de compartimiento de la época y mucho mas nos lleva a esos momentos en que cualquier suculento plato de buenos "pejes" salido de esas aguas sin contaminación y a los que todos le entrabamos sin ningún temor. Hay personas que me dicen que ni el sabor de los plátanos de hoy, es igual al de aquellos tiempos. la imaginación me "aguó" la boca.

    Afectos de Ley S.

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  3. Guarionex,
    Como siempre gracias sinceras por tus excelentes aportes. Su narrativa es de una calidad superior. Siga pa'lante, mi doitoicito. Siga enviando esas colaboraciones sin durar mucho entre una y otra. ¿Y si el bolo de plátano no hubiera trabajado? A lo mejor en ese tiempo no se conocía la maniobra de Heimlich. ¡Ah, vida! ¡Qué hermoso es recordar!
    A propósito, viste el artículo sobre la Prosopagnosia?
    Un abrazo.
    Isaías

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