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Equipo Mao, 1964
De izquierda a derecha, sentados: Sierra (cátcher), Gustavo Minier, QEPD (cátcher), Arturito (cátcher), José Fermín Francisco, Rolando (cuchara) Espinal, Lelé Rivas, Manuel Rodríguez, QEPD, (el profesor de educación física), Hidelgado Gómez (Dega), Rafael Reyes y Antonio Toña.
En la fila de atrás, parados están, desde la izquierda Rafael Santana (Lilí), Ramón Martínez (Pepeguén), Jovellanos Tejada, Archivaldo Taveras, Rafael Villalona (El Cojío), Mauricio Fernández (Asiático), Filiberto Peña, Carlitos Vargas (Gualete), Pedro Santana, Marrañao (recoge bolas) y Carlos Juan Fermín, QEPD.
Por Rolando (Cuchara) Espinal
Era por allá por las décadas de los 60, 70, cuando el amor por el deporte le brotaba por los poros y le circulaba por las venas a los que practicaban algunas de las diferentes disciplinas deportivas existentes. Era un entusiasmo verdaderamente romántico en el que a veces era casi imposible reconciliar el sueño, solo con saber que al día siguiente había un compromiso de intercambio, en béisbol en este caso, en el cual debíamos competir con algún otro equipo representativo de alguna de las provincias de la línea noroeste, y había que participar con altruismo, pero había que ganar, porque como se decía en esa época y se dice todavía, el que gana es el que goza.
Para cada jugador era una responsabilidad cumplir con lo que el dirigente y los fanáticos esperaban de él. Por esa causa, cuando se cometía algún error en el terreno, o no se bateaba en el momento oportuno, eso significaba una gran vergüenza interna para el jugador envuelto en ese triste episodio. Cuando ocurría lo contrario, o sea, que el jugador hacía una buena jugada o conectaba el batazo oportuno, la alegría era inconmensurable.
Anteriormente decía que había una gran responsabilidad para el jugador, porque los fanáticos daban un apoyo total a esos intercambios. Era tal ese apoyo, que con el sol casi quemando la piel, a las 12 del medio día, y parados por 3 horas detrás de la caja de bateo, la cual estaba protegida como a 5 metros hacia atrás, por una verja construida con alambres de púas, de ahí no se movía nadie hasta que no terminara ese partido, que a veces duraba hasta la 1 de la tarde. En vista de que había juego matutino y vespertino, algunos fanáticos se quedaban de corrido, para esperar el juego de la tarde.
Entre los fanáticos, siempre había personas de buena posición económica que obsequiaban regalos a los jugadores más sobresalientes de los partidos. Esos regalos consistían en dinero en efectivo, camisas, invitaciones a sus casas, etc., etc.
Por mi parte recuerdo que un día llegué feliz a mi casa con tres camisas en su estuche y 400.00 pesos en efectivo (eso era mucho dinero).
Entre tantos, uno de esos momentos románticos y emocionantes, fue aquella ocasión en que el equipo de Mao después de ganarle a todo el mundo en la línea noroeste, nos enfrentamos al equipo de Santiago, que a su vez había ganado en su circuito, y bebíamos jugar la serie final en el Estadio Cibao. Por una jugada del destino, ese juego lo perdimos en el noveno episodio por el error de un jugador que estaba reforzando nuestro equipo. Si hubiéramos ganado ese partido, entonces tendríamos que subir a jugar con el equipo de la capital para discutir el campeonato nacional.
Quiero decirles que cuando perdimos ese juego en Santiago, y salimos del terreno, al entrar al dogaut, era un silencio sepulcral que terminó en lágrimas y llantos desconsoladores de todos los jugadores del equipo.
Así era el béisbol romántico de esa época.
Dedico esta remembranza al buen amigo Ley Simé porque él es testigo de lo que narro en estas líneas, ya que siendo el anotador oficial él andaba para todas partes con ese equipo . También al buen amigo Manito Santana por el gran esfuerzo que hizo en los años 80 para mantener vivo el béisbol de la época.
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