A nosotros los muchachos nos tocaba alternativamente, ir al Río Ámina, por El Corozo, a buscar el agua que íbamos a tomar ese día [...] Teníamos que meternos, a las 6:00 de la mañana, en esa agua helada, hasta las tetillas, en charcos en que el agua fluyera libremente, para evitar coger el agua con asientos, basura o pajas. Si no lo hacíamos así, el control de calidad nos hacía volver al Río Ámina y cumplir con dichos estándares.
Por Fernando Ferreira Azcona
El Rubio, es una pequeña comarca que pertenece al Municipio de San José de las Matas, pero igual podría pertenecer al Municipio de Monción, ya que se encuentra equidistante de ambos municipios. Allí nacieron, se criaron y contrajeron nupcias, nuestros abuelos maternos Ceferino Azcona (Papánino) y Lucía Azcona (Mamacía). De tal manera, que allí nacieron y se criaron todos sus hijos, incluyendo, obviamente, a nuestra adorada Madre, Ana Rosa (Nena) Azcona Azcona.
Papánino era la dulzura, la sapiencia y la paciencia convertidas en hombre. Nunca te decía que no y siempre tenía un consejo, basado en la sabiduría que da la vida y el arte de observar que caracteriza a nuestros campesinos, “en la punta de la lengua”. Mamacía era tierna y amorosa. Melosa, diría yo. Pero, era la batuta de la casa, y a ella, nos refería sabiamente Papánino, cuando la respuesta era no.
Sus doce hijos les dieron un montón de nietos. Creo que pasamos de 75 en total, y todos “éramos locos” con nuestros queridos abuelos. Así que los nietos Ferreira Azcona “éramos fijos” en El Rubio, durante nuestras vacaciones de verano y navideñas.
El 30 de Junio, Día del Maestro, fecha que esperábamos con entusiasmo, “sin mancar”, llegaba Papánino a nuestra casa, con una recua de caballos, mulos, y hasta burros, acompañado de algunos de los primos más viejos, quienes le asistían en la tarea de transportarnos el día siguiente a El Rubio. De allí, regresábamos a Mao, en día antes de que se abriesen las escuelas para el próximo año escolar.
Salíamos hacia El Rubio de madrugada, 3:00 – 3:30 AM, con el propósito de evitar el sol candente alrededor del mediodía. Cruzábamos el Río Mao, ya fuese por el Paso de Jiménez o por el Paso del Mamón, mucho antes del amanecer. En muchas ocasiones, por desconocimiento, cometimos la imprudencia de lanzarnos al Río Mao crecido, y sólo nos enterábamos de la osadía cuando llegábamos a El Rubio, y los lugareños se asombraban de que habíamos cruzado dicho Río, con la “creciente” que llevaba.
En nuestro trayecto, nos deteníamos en La Leonor a desayunarnos con la alforja que Mamá nos preparaba para el camino, porque Talla, por no dejar “a sus hijos solos”, se iba con nosotros para El Rubio y se pasaba los tres meses allá.
Recuerdo perfectamente el recorrido a lomo de caballo y los programas de música mexicana que escuchaban al amanecer, los pocos campesinos que tenían radios de batería. Era la época de Pedro Infante, Jorge Negrete, Miguel Aceves Mejía y otros ases de la música ranchera. Los clásicos de hoy, eran los hits del momento, en aquellos años. "Cuidado Juan que por ahí te andan buscando, son muchos hombres no te vayan a matar...", viene a la mente.
Asimismo, recuerdo que cuando veíamos algún valle intramontano, con un precioso conuco sembrado de maíz, yuca, batata u otro rubro que sembraban los campesinos para autoabastecerse alimentariamente, nosotros, niños de corta edad, expresábamos: “Que desperdicio. Tú sabes el play que se puede hacer ahí”.
También viene a mi mente el recuerdo de cuando los más grandes atosigaban mucho los caballos en que iban montados, Papánino, a quien nada lo sacaba de su paso, les voceaba, implorándoles: “Mis hijos, conduélanse de esos pobres animales y sáquenle el cluche” (debió ser el acelerador, pero él decía así).
Ya en El Rubio, teníamos que incorporarnos a las labores cotidianas, igual que todo el mundo. Nada de trato preferencial a los vacacionistas, ni de privilegios para los pueblerinos. Papánino y Mamacía se levantaban todos los días antes del amanecer, y esa hora marcaba el inicio de la jornada.
Primero las oraciones al Altísimo: “El Ángel del Señor anunció a María…”, decía Papánino, a lo cual Mamacía le respondía: “Hágase en mí según tu palabra”, y por ahí seguían las oraciones. Luego, el aseo matinal, seguido de un sabroso café retinto, acabado de colar (colado en colador de tela), en jarritos esmaltados. Posteriormente, el ordeño de las dos o tres vaquitas, que daban más pena que leche, y… para el conuco, en ayunas.
A nosotros los muchachos nos tocaba alternativamente, ir al Río Ámina, por El Corozo, a buscar el agua que íbamos a tomar ese día, pues el agua del Río Güanajuma, que quedaba a unos minutos de El Rubio, tenía sabor a pomos, un árbol que crece a orillas de los ríos y arroyos. Teníamos que meternos, a las 6:00 de la mañana, en esa agua helada, hasta las tetillas, en charcos en que el agua fluyera libremente, para evitar coger el agua con asientos, basura o pajas. Si no lo hacíamos así, el control de calidad nos hacía volver al Río Ámina y cumplir con dichos estándares.
Otros nietos iban a llevarles el desayuno al conuco, al abuelo y a los tíos. Eran años de abundancia. Llovía con frecuencia y abundantemente, razón por la cual la tierra era pródiga en producir los alimentos que necesitaba el campesino para comer bien. Asimismo, las pequeñas piaras porcinas, uno que otro becerro y la crianza doméstica de gallinas garantizaban la disponibilidad de carnes y huevos.
Añoro aquellos desayunos de bollos de harina de maíz acabada de moler, con huevos fritos en manteca de cerdo (quien no ha probado alimentos cocinados con este ingrediente, no sabe el sabor que se está perdiendo) y un sabroso aguacate per cápita. Se me hace la boca agua, cuando recuerdo aquel sazón campesino completamente natural, sin caldos de gallina, ni químico alguno de los que hoy usamos. ¡Y las habichuelas guisadas! ¡Y aquellos sancochos y sopas “made in Tía Margot”!
Y no nos olvidemos de la abundancia de frutas tropicales: mangos, cajuiles, guanábana, anónes, etc. Entre las variedades de mango preferidas, recuerdo los mameyitos, bullita, vizcaínos (largos) y los mariposa, que nadie lo quería, porque “le caían muchos gusanos”.
Cuando terminaban nuestras vacaciones, regresábamos a Mao, quemados por el sol y con varias libras más de peso. ¡Qué tiempos aquellos, y qué manera de disfrutar en una sociedad sin malicias y con una vocación de servir sin límites! ¡Allí nos sentíamos como príncipes!
Gracias a Papánino, a Mamacía y a todos mis tíos por las vivencias y los gratos recuerdos. A todos, los llevo constantemente en mi mente y en mi corazón. Siga leyendo...