DON OTONIEL ACEVEDO
Por Dr. Guarionex Flores Liranzo
Don Otoniel fue nuestro vecino en la calle Agustín Cabral de Mao en la década del 1950. También fue el primer dentista que conocí. Tenía ese cierto aire maligno que para un niño significaba lucir una bata blanca con algunas manchas de sangre de los (para mi) desdichados que acudían a abrir sus bocas ante el enérgico don Otoniel. Yo tenía otro temor hacia mi vecino, derivado de la manía que tenía, junto a Rafael Salomón (Mone), el hijo mayor de Milet Haddad, de subirnos en la verja de la casa del dentista, para meter la mano en una especie de copones de cemento, y sacar el agua puerca que dejaba la lluvia. Cuando don Otoniel nos pescaba en esa acción nos corría, a la par que emitía la amenaza más terrible para un niño:
¡Los voy a guindar por la bolsa! Esto bastaba para que por la siguiente media hora desistiéramos de repetir el acto que enojaba a don Otoniel.
A veces los niños de la cuadra atisbábamos desde la acera la labor de don Otoniel en su consultorio ubicado en el extremo izquierdo delantero de la casa familiar que compartía con su adorable esposa, doña Velisa y dos de sus hijos, Sixto y Catalina. Además estaban criando una niña llamada Ivelisse. Para activar el mecanismo de su taladro, don Otoniel tenía que accionar continuamente un pedal con una correa en el surco de una rueda, similar al de las máquinas de coser. La energía cinética de la volanta se transmitía por un ingenioso juego de cuerdas y poleas hasta el instrumento de tortura. Las tenazas de don Otoniel también me infundían un respeto reverente.
Doña Velisa enseñó a mi madre muchos trucos de costura, cocina, remedios caseros para los niños y hacía las veces de madre con ella cuando algo la apesadumbraba. En el interior de su casa había un columpio de madera con dos asientos enfrentados, que constituía para mi un asombro de la ingeniería y un lujo que envidiaba.
En el callejón que separaba nuestras casas, mi hermano Miguel y yo hurgábamos furtivamente en el zafacón del consultorio, en busca de una especie de reglitas de plástico rojo, que en una excavación contenía una especie de cera del mismo color. Desconozco el uso que daba don Otoniel a esos artefactos, pero cuando en mi casa nos sorprendían con esos tesoros podíamos cosechar algunos correazos, pues transgredíamos la prohibición de meter las manos donde iban a parar las muelas de los pacientes. El uso que mi hermano y yo dábamos a aquella cera sorprenderá por lo diabólico: alguien nos enseñó a hacer una bolita asegurada al extremo de un cordoncito, para dejarla caer en las cuevas que las numerosas arañas ´´cacatas´´excavaban en nuestro patio. El objetivo era provocar el ataque defensivo del insecto, que si era lo suficientemente agresivo, halábamos (aferrado a la pelotita) fuera de su morada, para matarlo.
Don Otoniel era un hombre de carácter, pero además era un munícipe destacado, y participaba en las actividades culturales del pueblo tocando su violín. Recuerdo que al menos uno de los hijos mayores era también músico, y cuando visitaba sus padres, traía un bandoneón.
Don Otoniel Acevedo salió de mi vida cuando el destino alejó mi familia del pueblo que nos vio nacer, pero sé que permanece en el recuerdo de todos los que le conocieron.